"Thor: amor y trueno": una película bipolar.
La falta de una transición que justifique el tono grave presionando para resquebrajar la corteza cómica hace de "Amor y trueno" una película a la que no le vendría mal un tratamiento psiquiátrico.
Thor: Ragnarok fue un oasis de libertad, divertimento y relajación en medio del desierto grave y trágico que atravesaba Marvel un lustro atrás. Desde entonces pasó de todo: el cierre a toda orquesta de la era hegemonizada por Capitán América e Iron Man en Avengers: Endgame (2019), las series para plataformas que incidirían en el desarrollo de las películas posteriores –imposible entender la enredadera narrativa de Doctor Strange en el Multiverso de la locura sin ver la serie WandaVision–, el intento de abrir más kiosquitos con personajes hasta ahora ausentes (Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos), el desplazamiento del multiverso al centro de la escena (Spider-Man: sin camino a casa) y, último pero no menos importante, una pandemia que puso freno de mano a la ultra diagramada hoja de ruta de Disney. Pero Thor: amor y trueno deja en claro que al menos una cosa no ha cambiado, y es la obligación de responder a la lógica macro del Universo Cinematográfico de Marvel (UCM) aun cuando esto implique ir a contramano del rumbo que un director con una impronta personal como el neozelandés Taika Waititi querría tomar.
Waititi saltó a los primeros planos con la serie de HBO Flight of the Conchords (2007-2009) apelando a un humor que pendulaba entre lo paródico, lo infantil y el absurdo, tres pilares sobre los que recostó Ragnarok, su primera colaboración con Marvel. Mismos tres pilares sobre los que recuesta gran parte de Amor y trueno, sumándole una banda sonora con hits de Guns N' Roses y una bienvenida impronta kitsch, cortesía principalmente de los vestuarios y el arquetipo de villano colorido a cargo de un irreconocible Russell Crowe, a quien le toca ponerse en la piel de ni más ni menos que el dios Zeus. El problema, como ocurría antes y todo indica que seguirá ocurriendo, es la imposibilidad de sostener un tono a lo largo de toda la película, como si las escenas de su último tercio se hubieran filmado con un ejecutivo de Marvel chequeando en el set qué cosas eran necesarias para saciar a los fans y continuar con el UCM y cuáles no.
Waititi observa las peripecias del pasado de Thor con la distancia justa para no tomárselas demasiado en serio. No por nada una de las primeras secuencias muestra lo ocurrido con el dios del trueno durante la última década y pico: la huida de su planeta Asgard, una vida en la Tierra en la que se enamoró de una prestigiosa científica (Natalie Portman) con la que vivió experiencias románticas y mundanas (¡Thor vestido de pancho en una fiesta de disfraces!), las peleas posteriores por el choque de responsabilidades (difícil eso de salvar el mundo a cada rato), la explosión del planeta natal, la depresión que lo llevó a engordar decenas de kilos, las muertes de papá Odín y de su hermano Locki, la segunda muerte de Locki, la tercera…
El subrayado de los múltiples fallecimientos de Locki refuerza la idea de una meta discursividad ejecutada ya no a través de guiños y referencias (que los hay), sino de una mirada sardónica y con ínfulas de superioridad. En esa línea se entiende que en Nuevo Asgard –el lugar fundado con los sobrevivientes de la diáspora, gobernado por Reina Brunilda (Tessa Thompson)– haya un teatro escenario callejero donde el mismísimo Thor recrea de manera muuuy artesanal los hitos de su vida, con Matt Damon y Melissa McCarthy a cargo de representar a Locki y a su hermana. Y también las cabras gigantes y gritonas que recibe como regalo luego de salvar a una comunidad y que operan como grandes disparadores humorísticos.
Pero la cosa se pone seria cuando adquiera relevancia dramática un villano apodado “El carnicero de dioses”, pues su objetivo es asesinar a todos los dioses para vengar la muerte de su hija. El humor, entonces, pasará a un segundo plano, al tiempo que la tragedia irrumpe en la vida de un (otra vez) sufrido Thor. La ausencia de relación entre las dos partes, la falta de una transición que justifique el tono grave presionando para resquebrajar la corteza cómica, hace de Amor y trueno una película bipolar a la que no le vendría mal un tratamiento psiquiátrico.