En una noche estrellada, un grupo de chicos se congrega alrededor de una pequeña hoguera o fogata para escuchar con atención historias y leyendas que fortalecen la identidad de una comunidad o glorifican las hazañas de sus grandes héroes. Un legado transmitido a través de las generaciones y de manera oral, como lo indica la tradición.
Esta narración nos lleva en principio hacia tiempos lejanos porque su protagonista es Thor, el dios del trueno en la antigua mitología nórdica. Pero también mucho más próximos, porque el rubio y musculoso personaje es el último baluarte de la primera gran generación de héroes de Marvel, que últimamente le fue dejando lugar en el cine a nuevas camadas, a veces sujetas a la confusión (esa desgracia llamada multiverso) o la solemnidad. Y lo que se cuenta tiene otras reminiscencias bastante cercanas: hay toda una tradición de comedias (románticas, de aventuras, de iniciación con toques dramáticos) de los años 80 mentadas a lo largo de la trama que llenan de gracia e ingenio Amor y trueno, cuarta película de Thor y segunda dirigida por Taika Waititi.
Es el propio realizador neozelandés quien se hace cargo del relato desde la voz en off de Korg, uno de los compañeros de andanzas de Thor (Chris Hemsworth, impecable). Korg parece construido a partir de la suma de varios trozos de piedra que pueden estallar en mil pedazos, lo mismo que había ocurrido con el arma esencial de nuestro héroe, su martillo Mjölnir, en Thor: Ragnarok (2017). La recuperación de esta herramienta tendrá mucho que ver con la nueva peripecia, pero mucho más cuando se conecta con el regreso de Jane Foster (una espléndida Natalie Portman).
Una de las proezas que logra Waititi en esta entretenidísima película, la mejor de Marvel desde Ant Man and the Wasp (2019), es mostrar en toda su magnitud el proceso que lleva al máximo el empoderamiento de Foster sin necesidad de mensajes, proclamas o declaraciones explícitas. Lo mismo pasa con las referencias a la inclusión.
Cada alusión funciona como dato esencial de una trama en la que se equilibran todo el tiempo de manera virtuosa la comedia zumbona (una especialidad de la casa para Waititi), las clásicas fórmulas de acción de Marvel, el melodrama y la tragedia, porque la muerte (o su cercanía) se hace presente desde el principio y se convertirá en motor del relato. Es una pérdida muy dolorosa la que transforma en “carnicero de los dioses” a Gorr, un caminante con atuendo de monje budista y la cabeza calva surcada de cicatrices, al que un pálido Christian Bale no consigue darle la estatura de un villano poderoso y temible.
A pesar de esos obstáculos, Waititi se las ingenia para activar el deseo de venganza de Gorr, que tiene a Thor y a sus aliados como destinatarios. Su objetivo está puesto en Nueva Asgard, transformada ahora en una especie de parque temático que incluye representaciones en broma de las sagas mitológicas (aquí hay un par de cameos sorpresa muy divertidos). Gorr se apodera de un grupo de chicos y obliga a Thor a rescatarlos, disparando entre otras cosas un viaje de nuestros héroes en busca de ayuda al Palacio Dorado de Zeus, encarnado con ánimo juguetón, extraño acento y unos cuantos kilos de más por Russell Crowe.
Esa larga secuencia lleva a su máxima instancia la continuidad del espíritu autoparódico con el que Waititi había envuelto las andanzas de Thor y sus amigos en Ragnarok. Además de esta ratificación, la nueva aventura del dios del trueno también deja algunas otras enseñanzas valiosas: el regreso de la centralidad del héroe en tiempos y espacios reconocibles (lejos de las insustanciales variaciones del multiverso), la apelación al recurso mitológico sin caer en solemnidades (en este sentido, Amor y trueno funciona como opuesto del vacío de Eternals) y la convicción de que un Thor cada vez más humanizado puede funcionar como puente ideal entre toda la historia previa de Marvel y sus futuros posibles en el cine. Un prólogo del que participan los Guardianes de la Galaxia también nos ayuda a entenderlo.
Hay sobre el final una batalla memorable contra un verdadero ejército de las sombras de la que Waititi se vale para decirnos que la leyenda continúa. Y que un Thor capaz de enternecerse, enamorarse y reírse de sí mismo puede mantener esa llama encendida (y, por extensión, la idea misma de lo que significa ser un héroe) en el universo Marvel, que hoy vacila demasiado entre sostener su propio mito o cuestionarlo en un diván de psicoanalista.