Ni Dios los salva...
La conjunción de dos actores con carreras en caída libre desde hace varios años como Robert De Niro (hay que hacer mucha memoria para recordar su último buen trabajo antes de El lado luminoso de la vida) y John Travolta podía dar como resultado dos cosas. La primera, un renacimiento absoluto, un borrón y cuenta nueva que abriera las puertas a la esperanza de una nueva etapa. La segunda, otro golpe para hundirlos aún más en una mediocridad que, con cada nueva película, parece más cuestionadora del pasado glorioso de ambos. Tiempo de caza es un digno exponente de la segunda tendencia.
Dirigido por Mark Steven Johnson (Daredevil, Ghost rider) y financiado por fondos… ¡belgas!, el film comienza en plena guerra de los Balcanes, con un grupo de soldados ejecutando a sangre fría a sus enemigos serbios. Lástima que después de los disparos olvidaron chequear que ellos efectivamente estuvieran muertos. Ya en la actualidad, el único sobreviviente (un Travolta con tonada más cercana a Borat que a un europeo del este) viaja a los Estados Unidos dispuesto a calmar su sed de revancha pagándole con la misma moneda al autor de la masacre, quien ahora vive en medio de un bosque mientras divide su tiempo entre lecturas al calor del hogar y la gastronomía. El tipo, como si fuera poco, tiene en su haber un divorcio no superado (la mujer se fue con el padrino de la boda) y una relación distante con su hijo.
El visitante se hace pasar por ocasional turista y establece un vínculo primeramente cordial con su futura víctima. Hasta este momento, el film se presenta como un duelo lingüístico entre dos personajes. Y lo hace medianamente bien, dándoles tiempo para que se explayen, conformando así la psicología de ambos. El problema comenzará después, cuando ambos vayan a cazar al bosque y no precisamente alces.
Tiempo de caza pegará, entonces, un fuerte volantazo para centrarse en una persecución mutua, un juego de gato y ratón en el cada no más de cinco minutos se intercambian los roles, muchas veces a través de arbitrariedades inexplicables dentro de la lógica del relato. Cuando ya nada perecía peor, el film regala unos últimos veinte minutos plagado de símbolos religiosos machacados hasta el hartazgo. Esto incluye no sólo referencias constantes a la iglesia y al poder de Dios, sino también un punto culminante dentro una capilla y una serie de planos -el del final, que aquí no se adelantará, es inolvidable- que, lejos de llevar a la redención, muestran que a De Niro y Travolta ni siquiera Dios puede salvarlos de un nuevo fracaso.