Que ¿bien? se te ve
Tiempos menos modernos es, ante todo, una película inteligente, tan pequeña en su anécdota como expansiva en su alcance y poder reflexivo. Vista aquí en la Competencia Latinoamericana del último Festival de Mar del Plata y en la reciente edición de Pantalla Pinamar, la ópera prima del chubutense de origen neuquino Simón Franco sigue a Payaguala, un baquiano de origen tehuelche cuya tierra se ubica en ese limbo geográfico que es el límite cordillerano entre Chile y la Argentina.
La inhospitalidad de la zona implica, claro está, soledad, aislamiento y una rutina tan férrea que ni siquiera la llegada de una caja proveniente de las arcas del Gobierno Nacional logrará quebrar. Lejos de la ansiedad o sorpresa, Payaguala parece no registrar la novedad, como si ese enorme paquete fuera un producto extemporáneo de su cosmos al que olvida -decide olvidar- en un galpón. Pero la llegada de un viejo amigo, quien le insistirá para que descubra la novedad, lo llevan a develar el misterio: la televisión satelital y el teléfono.
Hay dos películas fuertemente diferenciadas -y diferenciables- en Tiempos menos modernos, demarcadas por la irrupción de la tecnología. La primera está centrada en la cotidianeidad de Payuagala -el esquile, las caminatas, el frío- y adopta una concordancia absoluta entre el ritmo de la narración y el tempo imperante de aquello que se muestra. De allí que la llegada del helicóptero o el largo asado entre los viejos amigos esté más cerca del tiempo muerto del Nuevo Cine Argentino que del humor entre stilleriano y deadpan que vendrá después, cuando la caja (más) boba (que nunca) despliegue sus infinitos rayos catódicos que van desde el pasatismo tilingo de los reality show hasta el romanticisimo más edulcorado de las telenovelas vespertinas.
Y es justamente en ese conocimiento de causa sobre el medio y las consecuencias de su sobreexposición donde subyace el mérito principal de esta película. Las piezas apócrifas creadas por Franco y su equipo, en especial aquellas de la novela -“No me digas señor, decime Juan Martín” es una de las grandes líneas del año-, elevan hasta el paroxismo los principales defectos de la televisión, pero también su extraordinaria capacidad para hipnotizar y fidelizar a la audiencia.
Esa dualidad genera el tono agridulce que atraviesa a la película toda. Por un lado, el mencionado humor casi imperceptible de la crasitud de las meta-ficciones y los diversos estadios emocionales del flamante televidente, que pasa de la extrañeza y la distancia inicial a un fanatismo impostergable traducido en el acomodamiento de sus obligaciones a la grilla de programación. Pero como las grandes películas, lo gracioso parte de lo disfuncional. Así, la degradación progresiva pero inexorable de la rutina a medida que la televisión insume más y más horas muestra el relegamiento de lo obligatorio a favor de lo pasatista, pero también cómo lo moderno se cuela aún a pesar de la voluntad personal.
Así, Tiempos menos modernos tiene una pátina no de melancolía por un pasado supuestamente mejor, sino de un desencanto ante la imposibilidad de mantener las condiciones pretéritas en la coyuntura socio-tecnológica del presente. Es que, al fin y al cabo, nos guste o no, la cultura televisiva marcó a fuego la existencia humana de los últimos sesenta años. Incluso en aquellos acordes que resuenan en el viento durante su ausencia.