La historia como campo de batalla
La propuesta del nuevo film del director de M es tan audaz, controversial, despojada y esencial como la propia puesta en escena, confirmando a Prividera como el nombre más lúcido y singular del cine político argentino de las últimas décadas.
El expediente no podría ser más sencillo, más mínimo, más elemental: junto a la tumba de un prócer, un pensador, un político –un “padre de la patria”, para decirlo un poco a las apuradas–, una persona –un escritor, un filósofo, un director de cine, un actor– lee un texto escrito por quien ahora ocupa esa tumba. No sólo a eso se reduce Tierra de los padres, opus 2 de Nicolás Prividera (autor del documental M, uno de los films políticos más importantes que haya producido el cine argentino en toda su historia). Hay una segunda reducción, en beneficio de la concentración espacial, consistente en hacer transcurrir Tierra de los padres exclusivamente en el Cementerio de la Recoleta. Es por ese motivo que no se hacen oír aquí todas las voces más significativas de la historia argentinas, sino casi todas. Algunas ausencias son notorias, y más que ninguna la de Juan Domingo Perón, enterrado en el cementerio de la Chacarita y representado aquí por la voz de Evita, que descansa en Recoleta. Más allá de esas ausencias, el resultado es tan audaz, controversial, despojado y esencial como la propia puesta en escena, confirmando a Nicolás Prividera como el nombre más lúcido y singular del cine político argentino de las últimas décadas.
La mayor audacia de Tierra de los padres consiste en concebir la historia argentina no desde el número 1 sino desde el número 2. La película no intenta imponer una visión, una interpretación, una posición, sino que recuerda –plano a plano, texto a texto– que desde los inicios hasta hoy, si en algo consistió esa historia fue en el enfrentamiento entre dos posiciones. Enfrentamiento enconado, sangriento, mutuamente excluyente. Enfrentamiento a muerte. Tal como se expresa en la secuencia introductoria, suerte de pórtico u obertura, que presenta los temas de la película apelando a una forma a la que de allí en más no volverá a echarse mano. Montaje de material documental de archivo, esa secuencia de menos de cinco minutos atraviesa la historia argentina (desde el momento en que el desarrollo técnico permitió filmarla, al menos), llegando hasta la represión armada del 20 y 21 de diciembre de 2001 y la masacre de Avellaneda, en junio del año siguiente. Lo más conmocionante, lo que produce un sacudón violento, es que esa sucesión de corridas policiales, persecuciones, cargas militares, apaleos, bombardeos, disparos, crímenes deliberados y sangrientos, había sido vista antes, pero nunca escuchada así: está musicalizada con el Himno Nacional Argentino.
Esa secuencia introductoria pudo haber sido un corto y hubiera sido extraordinario: jamás, que se recuerde, el símbolo mismo de la voluntad, ilusión o simulación de consenso, de armonía, de unanimidad se usó para expresar, como aquí lo hace Prividera, que la concreción de esa ilusión dio en la realidad el resultado contrario. De allí en más, lo que era imagen se vuelve texto. “Mártires sublimes de la Patria”, lee una alumna de guardapolvo, pronunciando así y dando la sensación de que no oye lo que lee: una suerte de comentario al margen sobre el estado de la educación argentina. El texto, de Esteban Echeverría, habla de partidos “que han dividido y dividen a los argentinos”, dejando en manos de Dios la posibilidad de concordia. De allí en más Dios ya no volverá a aparecer: su lugar pasa a ser ocupado por las más encarnizadas divisiones.
Tierra de los padres inicia su versión de la historia argentina con el enfrentamiento entre unitarios y federales (pudo haberlo hecho con Moreno y Saavedra) y sigue hasta hoy. Hasta ayer nomás, en verdad, en tanto la propuesta se reduce a releer el pensamiento de quienes ocupan la Recoleta. El último texto estremece. “Todos tuvimos que pedir su intervención a las Fuerzas Armadas”, empieza diciendo. Es de 1983 y lo firman todas (pero todas, todas) las “fuerzas vivas”, desde la Asociación de Bancos Argentinos hasta la Sociedad Rural, pasando por la Cámara de Comercio y la Cámara de Anunciantes. Lejos de toda inocencia, el montaje hace que los textos se sucedan de tal modo de entrar en diálogo o colisión. Sarmiento aboga por no ahorrar sangre de gaucho; Alberdi responde: “El día que creáis lícito destruir al gaucho que no piensa como vos, escribiréis vuestra propia sentencia de exterminio”.
Rosas hace un llamamiento al terror y –otra vez: es una de las palabras que más veces se repiten– el exterminio. Los liberales Mitre y Lavalle contestan con llamamientos aún más sangrientos. Notable, Alberdi radiografía el carácter salvaje del liberal argentino, y parece que estuviera hablando tanto de aquéllos como de los de ahora. Roca pide exterminar al indio, el gran Lucio V. Mansilla lo reivindica. Y así sucesivamente, hasta cerrarse con un travelling aéreo que confirma a la Recoleta como sinécdoque, más que simple mausoleo. Habrá quien diga que filmar gente leyendo no es cine: como si escribir, leer, convocar a la reflexión y filmar todo eso no fueran hechos del más alto dramatismo. Dueño del más justo y cadencioso tempo dramático, de imágenes cristalinas, de un silencio que invita a pensar, que este film extraordinario haya sido rechazado no por uno, sino por los dos festivales de cine más importantes de la Argentina, es un verdadero escándalo, una vergüenza, una prueba de que jamás conviene atribuirles a un festival o a sus programadores infalibilidad total.