Las voces que todavía susurran
Habrá de ser inevitable el referir, aunque más no sea por cansancio, el "escándalo" que precede a Tierra de los padres, dada su no?inclusión en las ediciones del Festival de Cine de Mar del Plata y el Bafici. Sin ahondar más, y dado lo mucho que al respecto se ha escrito y/o dicho, sí destacar que, sea como sea, esto dice algo acerca de la película. Qué es lo que dice, no podrá señalarse de manera clara pero, seguramente, de entre tanto murmullo pueda vislumbrarse un apenas, un atisbo, alguna voz fantasma.
Rumores o decires que, de hecho, sobrevuelan Tierra de los padres desde su puesta en escena, desde la quietud ?reveladamente mentirosa? que supone el cementerio de la Recoleta. Pero para ello, primero, el prólogo brutal, de imágenes documentales, de realismo, con la necesaria magia brusca que el cine tiene, como para actualizar episodios recientes, con sangre todavía caliente, con golpes recién soportados, con indignaciones candentes. Estruendo de himno nacional que callará ante el silencio, para luego escuchar la voz primera, de la niña. A partir de allí, ahora sí, la quietud que no es, la somnolencia, un cariz de duermevela.
Es este estado semi?despierto, casi?muerto, todavía vivo, el que atravesará la hora y media restante del film de Nicolás Prividera, con tantas voces como próceres con tumbas de renombre. Un concierto polifónico que, dadas las aristas expuestas, olvidará de a poco la pluralidad de voces para develar odios profundos, mezclados con proyectos de gobierno, miradas partidarias, convencimientos ideológicos, más una democracia que no puede ni debe ?podrá pensarse? acallar estas voces de ciudad fantasma, de pueblo de muertos?vivos, de necrópolis que es alma cierta de un esqueleto de hormigón mayor.
En este sentido, la película de Prividera interpela al espectador. El realizador ya lo hacía en M (2007), con la búsqueda en primera persona, de cara a la cámara, de la historia de su madre, Marta Sierra, desaparecida durante la última dictadura militar. Hay, por ello, una incomodidad adrede desde M y desde Tierra de los padres. Como si Prividera, obstinado, convencido, obligue a escuchar lo que los fantasmas dicen porque, sencillamente, es necesario que así sea. Espectadores que habrán de, en última instancia, pensarse como ciudadanos.
Los planos son fijos, quietos, dejan al espectador depositar su mirada en una profundidad de campo plena, mientras la voz que lee revive al nombre de lápida, lo trae, a la vez que retrotrae a quien escucha y mira. Diálogo, así, que se entabla entre pasado y presente como único posible. Grandes estatuas, pequeños templos, toda una ciudad de muertos que tienen mucho que decir porque mucho han hecho. Fósiles de un ayer no lejano. Qué han hecho, qué más han dicho. Puntos suspensivos enormes, hiatos adrede, búsqueda que habrá de sobrellevarse desde tantos intereses como miradas de espectador Tierra de los padres provoque.
Voces varias, insolentes algunas, odiosas otras, como un oasis pocas. Estas últimas entre las preferidas. Las que permiten recordar heridas, saber de sometimientos, para no perdonar lo que no se puede.