Las voces del silencio
Tierra de los padres protagonizó este año un pequeño escándalo debido a la negativa del Festival de Mar del Plata y del BAFICI a sumarla en su programación. Antes que nada, digamos que el escándalo excede a la propia obra, aunque algunos elementos de esta película de Nicolás Prividera demuestran que en su construcción existen algunos elementos de choque, de interpelación al espectador (al director no le gusta el término “provocación”), en el hecho de extractar frases de personalidades como Sarmiento, Alberdi, Roca, Massera, Walsh, Eva Perón (la lista sigue y es larga) y recitarlas frente a algún mausoleo del Cementerio de la Recoleta, escondiendo algún simbolismo, casi siempre de una perversidad histórica. El mecanismo es el siguiente (y digo mecanismo porque precisamente esa puesta en escena mecánica es lo más difícil de sobrellevar en Tierra de los padres): una persona, libro en mano, lee un texto frente a alguna tumba, luego se esfuma de manera espectral. Así sucesivamente, mientras se imbrican algunos planos aislados de la vida en ese emblemático cementerio de la Ciudad de Buenos Aires.
Al esquematismo de esta puesta en escena (algo que uno podía entrever de antemano: 100 minutos de recitados frente a nichos, tumbas y mausoleos, no se nos prometía otra cosa) se contraponen un prólogo y un epílogo en los que el director busca contextualizar de alguna forma lo que es casi un ejercicio de estilo. Debo reconocer que me gustó más el cierre que el comienzo, ya que el film inicia con una serie de imágenes de revueltas callejeras, revoluciones, represiones policiales con el Himno Nacional Argentino de fondo que me resultó una idea bastante banal y hasta trillada (de hecho una idea similar, aunque en otro contexto, filmó Caetano en Un oso rojo). Por el contrario, en el epílogo la cámara toma movimiento (digamos que el rodaje en el interior del cementerio es una sucesión de planos fijos) y las ideas visuales son mucho más ricas: por empezar, ese coro de voces que se funde de manera fantasmal como un ruido espectral que quiere gritar, significar algo desde el cementerio, y luego esa cámara que se aleja y se ahoga en el río, como algunas vidas que fueron sustraídas en algún pasado violento del país. Lo que se refleja en Tierra de los padres -una película que vista de manera descuidada puede resultar repetitiva y tediosa- a partir de la selección de textos, de las imágenes capturadas en el cementerio y desde el comienzo y el cierre, es la historia de un país escrita con sangre, un país de sociedades contrapuestas, de poderes que han negado al otro, donde las personas adquieren identidad a partir de su palabra puesto que lo físico, lo tangible, ha sido sustraído. Casi como una metáfora de la última dictadura, que es sin dudas el tramo de historia que le permite al film tomar más fuerza y ser más concreto en sus significados e implicancias historicistas (no en un sentido tradicional).
Es verdad que ese trayecto interior de la película de Prividera, ese largo muestrario de voces, relatos e imágenes estancas (por más straubsiano que quiera ser el director), lo hace bastante monótono y un recorte no hubiese estado mal. A veces cierta pretensión abarcativa le hacen perder el norte a Tierra de los padres, porque por más que la historia argentina haya estado marcada por la virulencia del poder y se quiera relacionar al indio, con el gaucho y la subversión (en la mirada igualadora del relato histórico según los intelectuales y poderosos de cada momento, que son citados) y darles el estatus de víctimas de su tiempo, en todo caso hizo falta un sustento argumentativo mayor que la descontextualizada extracción literaria. A veces la película dice más sobre su tesis en la invisibilidad que adquieren aquellos trabajadores del cementerio o en esos gatos que se pelean por el cadáver de una paloma, planos que se filtran entre el maremágnum de voces que por momentos nos superan.
Más allá de esta polémica, Tierra de los padres es simplemente una película, y una bastante buena debo decirles. Vendría bien que se acerquen a verla.