Casa tomada
Desde el comienzo se respira en esta ópera prima del tándem de la argentina Silvina Schnicer y el español Ulises Porra Guardiola la sensación de extrañamiento y amenaza latente. El Delta surcado por un bote a motor transporta a unas mujeres, decididas a tomar posesión de una casa a orillas del río. En apariencia, el pasado de esa casa las encontraba en una situación distinta a la actual, no presas del avance del tiempo y los negocios oscuros que hacen del paisaje, su gente y vegetación, obstáculos de fácil sorteo. Basta con mover los hilos del poder y comprar voluntades, mientras del lado de los débiles las formas de resistencia se desdibujan entre la idea de supervivencia, aunque en Tigre no se trata de sobrevivir en medio de la selva, sino en un espacio alejado del mundanal ruido.
Placeres de la burguesía, tal vez, sencillamente eso es lo que da derecho de propiedad. Por lo menos desde esa idiosincracia se nutre el espíritu de la matriarca Rina (la genial Marilú Marini), su séquito de féminas se integra entre adolescentes en pleno despertar sexual, un amigo de las chicas (Magalí Fernández y Ornella D’ Elía) que provoca en las mismas y en la madre de una de ellas (María Ucedo) cierto atractivo, mientras Rina espera la llegada de Facundo (Agustín Rittano) para que la ayude en esa resistencia contra el enemigo que ya arrasó con otras tierras.
Sin embargo, a la intimidad de estas mujeres no sólo la atraviesa el pasado y la historia personal con el lugar, sino que en los alrededores coexisten otras realidades menos visibles, mucho más ligadas con lo salvaje y conectadas con la desaparición de Melina, una chica pre adolescente quien misteriosamente convive con un grupo de niños en medio de lo selvático.
Es preciso destacar que Tigre maneja la sutileza constantemente y hace de la ambiguedad una propuesta dotada de detalles y descubrimientos más allá de la enfática conflictiva entre los personajes en la casa. La relación madre e hijo encuentra un costado de reproches del lado de Rina y Facundo, pero también exhibe otra arista cuando se trata de la hija de una de las amigas de Rina, quien no puede evitar una conducta adictiva y la sensación de vulnerabilidad y rivalidad con su hija adolescente.
En ningún momento la cámara se instala en ese vicio del paisajismo por el paisajismo mismo, sino que cada recoveco de esa sugerente geografía tiene un sentido dramático y subraya la sensualidad de lo exótico como válvula de escape (todo está en estado de ebullición latente y a punto de estallar). El otro escape es el del cuerpo, el deseo y la violencia que genera el deseo.
Prometedor debut de esta dupla de realizadores, con personalidad y una sensibilidad para retratar climas opresivos en lugares abiertos poco habituales para el cine argentino.