Cuando los skaters toman las calles
Lo notable del film de Lezaic es la forma en que, de la manera más natural, articula distintos niveles de lectura sin resignar jamás la ligereza y espontaneidad de su puesta en escena, asombrosa para un director debutante.
Películas sobre skaters hay muchas, desde Paranoid Park, de Gus Van Sant, hasta Bonus track, de Raúl Perrone. Pero Tilva ros, sorprendente ópera prima del realizador serbio Nikola Lezaic, tiene la virtud de ir más allá de la mera descripción de un universo adolescente para ir construyendo toda una red de tensiones entre sus personajes, que reflejan a su vez los conflictos de toda una sociedad. Lo notable del film de Lezaic es la manera en que articula distintos niveles de lectura sin resignar jamás la ligereza y espontaneidad de su puesta en escena, asombrosa para un director debutante.
La situación básica de Tilva ros (el título alude a un “Monte Rojo” en valaco, el idioma del grupo étnico de Serbia relacionado cultural y lingüísticamente con los rumanos) es sencilla de describir. En la ciudad de Bor, que supo ser la principal cantera de cobre de Europa, ahora queda solamente tierra horadada y un desempleo creciente. En ese contexto, un grupo de adolescentes enfrenta, no sin angustia, el fin del verano. Terminaron el bachillerato y mientras unos se preparan para ir a la universidad, en Belgrado, otros en cambio deben afrontar la triste realidad de quedarse a pelear por un puesto de trabajo que probablemente nunca consigan. Esa es la disyuntiva de Toda y Stefan, amigos desde la infancia y divididos no sólo por los rumbos que empiezan a tomar sus vidas, sino también por la llegada de Dunja, una compañera del grupo que vuelve de Francia y provoca, sin buscarlo, una sorda, tácita batalla entre ellos. En términos estrictamente narrativos, no hay mucho más para contar en Tilva ros, que fue descubierta por el Festival de Locarno y luego tuvo paradas estratégicas en Rotterdam y el Bafici. Pero el director Nikola Lezaic sabe muy bien cómo ir construyendo densidad dramática a partir de pequeños detalles, que van cobrando peso y espesor a medida que transcurren los últimos días de libertad de esos chicos que han encontrado en la cultura skate su sentido de pertenencia. Además de las típicas marcas de época –como la comunicación por mensajes de texto, fotos o grabaciones, todo a través del teléfono celular, que ocupa un lugar central en sus vidas– esos amigos de Bor tienen una afición muy particular: la autoflagelación. Casi sin quererlo, jugando como si todavía fueran chicos que nunca aprendieron nada acerca del peligro, Toda y Stefan compiten no sólo en la pista de skate, sino también en una serie de “trucos”, como los llaman ellos, que van desde arrojarse al vacío desde una altura temeraria hasta atravesarse un pómulo de la cara con una aguja, pasando por prenderse fuego a su cabellera.
Lejos de todo morbo o sensacionalismo, el film de Lezaic va registrando esas acciones con la misma naturalidad con que da cuenta de una discusión entre los chicos sobre gustos musicales o una aburrida cena con los padres. Esa cotidianidad de la violencia contra sí mismos, encarada como una suerte de competencia frente a la mirada entre ingenua y cómplice de Dunja, que recibe los registros en video de esas barbaridades como si fueran ofrendas, va dejando un regusto cada vez más amargo. Hay un nihilismo fuerte y creciente en Tilva ros, que a su vez se compensa con la energía vital de esos chicos que encuentran en una indeterminada cultura punk su válvula de escape.
No hay duda, Nikola Lezaic es un director a seguir. A los 30 años y con su primer largo ya demuestra un extraordinario dominio de su medio. En primer lugar, tiene ojo, no sólo para el casting (la selección de sus skaters la hizo a través de Internet), sino también para poner la cámara, que siempre parece estar en el lugar justo. Elige también locaciones muy expresivas, como esa fábrica abandonada que sirve de improvisada pista de skate. Y demuestra una seguridad absoluta cuando decide sostener un plano sin cortes: si usa un plano-secuencia, nunca lo hace para lucir una proeza técnica, sino para potenciar el capital dramático de una escena.
En este sentido es ejemplar uno de los momentos finales, cuando el grupo de skaters se suma a una manifestación de desocupados que pelean contra la privatización de las minas de cobre, y que termina con los chicos patinando a toda velocidad dentro de un supermercado y destruyendo la mercadería a su paso. En esa secuencia se expresan tanto dos generaciones como dos tradiciones de cine, porque así como la marcha obrera parece referir, irónicamente, a las del Novecento de Bertolucci, el raid por los pasillos del autoservicio da toda la impresión de ser una paráfrasis de la legendaria corrida del trío de Bande à part, de Jean-Luc Godard, por las alas del Louvre.