PURA CASCARA
Tini: el gran cambio de Violetta es un producto comercial. Nada más y nada menos. Y más bien tirando a menos. Un negocio con todo el aparato de Disney detrás.
Luego de una gira sumamente exitosa, Violetta (Martina Stoessel) regresa al país agobiada, sin poder componer y presa de los chismes de la prensa del espectáculo que ligan a su novio León (Jorge Blanco) -que se encuentra en Estados Unidos grabando su nuevo CD- con una chica bella y arribista. Herida, anuncia su retiro y cancela todas sus actividades. Desilusionada, se recluye en su casa y su padre (Diego Ramos) le ofrece instalarse en una residencia paradisíaca sita en Italia para jóvenes artistas regenteada por Isabella (Angela Molina), amiga suya y de la madre de Violetta. Hacia allí parte la joven con ansias de encontrarse finalmente y saber quién es y qué quiere.
Trama minúscula y poco original, pletórica de frases que ni alcanzarían status para aparecer en sobrecitos de azúcar, filmada como si fuera una larga publicidad aprovechando los lugares suntuosos y la belleza de los paisajes, matizada con canciones y bailes, alguna dosis de supuesto humor, una pizca de dolor ante los desengaños, y mucho mensaje new age de superación ante las adversidades (que, advertimos, no son más que las que pueden padecer los niños ricos que tienen tristeza). Como esta producción está maquinada en términos globalizados, se oirá además del español (por España, no por Argentina), el inglés (con canciones en ese idioma), un poco de francés y otro de italiano para que los fans europeos más cotizados (debemos reconocer que el Viejo Mundo se rindió a los pies de Violetta) sigan embelesados y embaucados con estos espejitos de colores.
Un hato de chicos y chicas bonitos que creen que cantan, bailan y actúan bien (con la amplitud de incorporar cierto freakismo permitido) desparraman sus “artes”. Pero sólo lo creen ellos, o se los han hecho creer, porque por lo que se deja ver es bastante básico lo que pueden. En la escena de la audición que realiza Caio (Adrian Salzedo) para entrar a la Academia de Baile, ni bien comienza a moverse, uno de los encargados de decidir dice: “nada especial”. Y esa frase es lo que representa más cabalmente a este producto.
Violetta atesta sus vestidos de pespuntes, encajes, tules, cintitas, puntillitas, pajaritos, mariposas y flores en una representación femenina que desde el mismo vestuario atrasa siglos y mantiene estereotipos y que cuando cambia a Tini acorta la falda, adopta las lentejuelas y los flecos. Un cambio que no es tal porque sigue respondiendo a un ideario de deseo y dominación masculino. Además colma sus canciones de lugares comunes e ilusiones (apostar por los sueños, creer que son posibles si uno quiere y los focaliza fuertemente, brillar como una estrella y bla bla bla) que sólo parecen requerir de lo mágico o de lo azaroso de un destino en manos de un Bien omnipotente para su concreción, construyendo un mundo tan irreal y falso que como mensaje es, de mínima, tonto y, de máxima, sumamente peligroso. Es toda una toma de posición ética, ideológica y política que con semejante poder de recepción comunicacional sólo se atine a frases hechas y vacías y huecas superficialidades.
Siempre la boca abierta, hierática, sin recursos actorales y ni siquiera naturalidad, lo que asombra es que, a pesar de todos sus evidentes esfuerzos, la protagonista no consigue traspasar la pantalla. Es linda. Pero no tiene ángel, ni carisma alguno. Es un puro artificio. Marioneta a la que se le notan todos los hilos. Como se le notan los hilos al producto general.
Martina Stoessel podrá tener millones de seguidores y millones de dólares en sus cuentas bancarias. Pero sólo eso. Y lástima, que es lo único que nos genera si somos buena gente.