Sabemos del amor y la devoción de Guillermo del Toro por el cine fantástico, pero en especial por ese cine de bajo presupuesto conocido popularmente como cine Clase B. Una forma de hacer y escribir nacido prácticamente desde la invención del séptimo arte pero logrando, de la mano de Roger Corman, un concepto sólido establecido en especial en las décadas del ’50, ’60 y parte de los ‘70’. Al menos eso parece ser a juzgar por lo visto también en “La forma del agua” (2017), por la cual ganó el Oscar hace tres semanas. Hablamos de esas ideas estrambóticas de una isla con una araña gigante, o una mujer de cincuenta metros de alto. o un hombre reducido a tamaño microscópico para meterse dentro del cuerpo de otro, era como plasmar en cine todo lo que ocurre en la mente de un niño.
Todo ese universo mezclado con el fanatismo por Godzilla y Mazinger Z fueron las piedras basales para que el mexicano pusiese a funcionar el engranaje imaginativo y salir con un licuado de todas esas influencias llamado “Titanes del Pacífico:” (2013). En aquella producción la humanidad se enfrentaba con unos gigantescos monstruos alienígenos salidos de una brecha abierta en el fondo de los océanos. ¿Cómo lo hacía? Creando robots tan grandes como los extraterrestres que pudiesen estar “a la altura” de las circunstancias.
El sueño del pibe llevado al cine. Por supuesto que una idea de semejante naturaleza tiene como premisa encontrar la manera más creativa de romper cosas para desafiar a los creadores de efectos visuales. Y cuando decimos romper cosas no hablamos de la vajilla de la abuela, sino de un robot tratando de romperle la jeta a un lagarto foráneo tirándole un barco trasatlántico por la cabeza. Es cierto que esta película era mejor que toda la saga de Transformers junta, pero tampoco era un guión para tirar manteca al techo en términos de conexión entre el espectador y los protagonistas. El eje dramático era débil y por eso al día de hoy en la memoria quedaron tal vez algunas imágenes de espectáculo puro y nada más. ¿Alguien se acordaba de los protagonistas?
Llegó la segunda parte, “Titanes del Pacífico00: La insurrección”, y parece que vienen más acorde a como concluye esta. Pasaron diez años, la grieta se cerró (sin eufemismos, no empecemos) y hay gente que vive de vender chatarra de los robots porque hay una parte de la sociedad que no ha sido reconstruida. Jake Pentecost (John Boyega), el hijo del piloto de robots de la primera, anda transando en ese negocio, pero no le va bien. Escapando de gente pesada conoce a una prolífica y precoz niña llamada Amara (Cailee Spaeny), capaz de armar su propio robot a menor escala y de arriesgarse a escapar con él de la policía. En fin. Para no ir a la cárcel, Jake es reclutado nuevamente como entrenador de la nueva generación de pilotos y es llevado a la base militar en donde se reencuentra con un viejo colega y rival, interpretado por Scott Eastwood ( que cada vez se parece más al padre).
No hay mucho más para contar porque realmente no lo hay en el guión escrito por Emily Carmichael, Kira Snyder, T.S. Nowlin y el propio director, Steven S. DeKnight. Adolece del mismo problema que la primera en el sentido de lograr empatía con los personajes y la buena chance que había para desarrollar el más interesante de todos, el de la niña, se diluye por la focalización en una rivalidad poco justificada y la flojísima construcción del personaje antagónico, no sólo por la construcción en sí, sino por manifestarse éste casi a la mitad de la película. Eso sí, rompen todo ¿eh? Bajan edificios enteros de una piña, vuelan puentes de un rodillazo, etc. Gran calidad de efectos especiales y visualñes, pero que parecen aislados de lo principal en este género que es poner al espectador del lado de alguno de los protagonistas. En este aspecto, Roger Corman podía resolver un monstruo con una máscara de goma, pero narrar la historia, la narraba.