Lo bien que hizo Guillermo del Toro en desistir de dirigir la secuela de su película Titanes del Pacífico. Aparece, sí, como productor, pero el mexicano decidió abrirse y dirigir La forma del agua.
Mal no le fue. Y eligió otro tipo de agua.
Esta Titanes del Pacífico: La insurrección transcurre diez años después que el filme original de 2013. Están de nuevo los Jaegers (robots inmensos, conducidos desde adentro por uno, dos o hasta tres pilotos) que son los buenos, contra los Kaiju, que son los malos, monstruosas criaturas del mar. No está el piloto heroico Stacker (Idris Elba), que murió, pero sí su hijo, encarnado por John Boyega (Star Wars), quien también oficia de productor. Difícil que su personaje tenga la misma suerte que su padre, entonces. Boyega está más cerca de Finn en la nueva saga intergaláctica que de Detroit, de Kathryn Bigelow.
Aquí la trama se resume a que Jake Pentecost tiene la oportunidad de redimirse instruyendo nuevos y jóvenes cadetes para convertirlos en pilotos. Como la pequeña Amara (Cailee Spaeny), huérfana y que ella solito ha ido construyendo su propio Jaeger con pedazos sueltos.
Steven S. DeKnight, director de la Daredevil de Netflix, no es que se haya propuesto hacer una obra que marque el futuro de esta incipiente saga. Lo que hace es pelear a los gigantes una y otra vez, rompiendo todo, principalmente en Asia.
Se sabe que el mercado de Occidente ya le queda chico a Hollywood, y aquí no hay solamente intérpretes de Oriente, si no que lo que rompen todo es Tokio. O sea.
Y así, a bordo del Gipsy Avenger, Jake gritará a los suyos “Ayúdenme a salvar el mundo”, cuando una mente criminal -no adelantemos mucho- quiere apoderarse precisamente del planeta, y hacer que resurjan de la brecha (!?) un montón de Kaijus.
No hay que pedir coherencia, sino que rompan todo. Esto es así, hay final abierto y si quieren buscarle puntos en común conTransformers, se van a hacer una panzada. O no.