Del amor al cashg grab
El mecha no se mancha, resoplaría un molesto Mitsuteru Yokoyama al salir del cine luego de ver Titanes del Pacífico 2. Es que de alguna manera, la película consigue socavar gran parte de lo que su antecesora había logrado construir a fuerza de acero y sangre: esta sobria segunda parte dirigida por Steven S. DeKnight traiciona decididamente todo lo que se esperaba de ella. Deberíamos comenzar preguntándonos el porqué.
En primer lugar, resulta una cuestión atendible la profunda incoherencia de la historia que se nos plantea. Aclaremos pues que los mechas, en su tradición más cruda, no necesitan una conflictividad complejizante. Los cánones más contundentes de este género abrevan en tres tradiciones más o menos bien diferenciadas a lo largo de su desarrollo. Históricamente surge primero la vertiente del Super Robot, centrada en el coloso –énfasis en sus poderes, en la descripción de otros enemigos metálicos, etc.- por lo que serán las batallas el nudo de este tipo de narrativa. Por otro lado, se encuentra la serie del Real Robot. El foco está puesto aquí no en la magnificencia del metal sino en las relaciones humanas y en las subjetividades que circundan a la criatura. Por último, con la venida de Neon Genesis Evangelion se inaugura una tercera alternativa, especie de mecha que podríamos denominar filósofica, donde entran en juego distintas Weltanschauungen. Esta tipología encierra interrogantes sobre tópicos variados como el poshumanismo, la religión, etc.
En ese sentido, la primera Titanes del Pacífico tendía más hacia los dos primeros ejes: una fusión entre el drama de los pilotos y el regocijo en el choque metálico. Un enorme Guillermo Del Toro, mezcla de niño y fanboy, homenajeaba los casi cincuenta años del género. No había allí mayores pretensiones: la fórmula sencilla y transparente funcionó con éxito.
Tras diez años de los eventos narrados en la primera entrega, asistimos ahora a la historia de cómo el chatarrero Jake (John Boyega), hijo del célebre Stacker (Idris Elba), conoce accidentalmente a Amara (Cailee Spaeny), una joven y locuaz mecánica, en un intento (infructuoso) por escapar de las fuerzas de la ley, representadas por un Jaeger. Este momento bien logrado resulta de lo poco rescatable en el film. Luego de ser capturados, ambos terminan eventualmente sus correrías y se transforman en instructor y cadete, respectivamente, en la prestigiosa academia de pilotos de Jaeger.
A partir de este punto, todo comienza decaer ya que Steven S. DeKnight opta por una salida muy conservadora. Al comienzo, parece que se desarrollará un drama anclado en el estilo del Real Robot mediante los conflictos en la escuela de pilotos y la superación de las adversidades. Sin embargo, el personaje de la cadete Victoria (Ivanna Sakhno) enuncia, desafiante, que “grande es mejor”, y allí surge la verdadera brecha. Se deambula entre todo aquello que los pilotos traen consigo -mandatos familiares, pérdidas, problemas de conducta, etc.- y la eficiencia titánica de las peleas en la tradición del Super Robot. La propuesta de reproducir la fórmula que coronó Del Toro deviene mecánica y desangelada. La película no arriesga y convierte al salvaje e irracional espíritu nipón en una versión a la americana que agota la esencia del género.
El registro narrativo es tan oscilante que los hechos y los personajes no logran sumergir al espectador en la trama, por lo que resulta indiferente lo que le pase a Jake, o cuál será el futuro de Amara fuera de la academia: sencillamente no nos importa. Las actuaciones, acompañadas de un guión pobre, no colaboran a la empatía con los personajes. Por último, los afiches presentándonos nuevos Jaegers fracasan miserablemente en saciar nuestro apetito de destrucción.
La mano invisible de Del Toro nunca apareció.