El sueño del pibe
En algún momento del siglo XX buena parte del entretenimiento infantil consistía en golpear entre sí dos muñecos de similar tamaño hasta que uno de ellos -siempre acompañado por la voz amenazante y poderosa del chico que jugaba e interpretaba a ambos personajes- vencía al otro, dejándolo maltrecho sobre el piso del living. Era más interesante, claro, si uno creaba historias alrededor de ellos: quién enfrentaba a quién, por qué y ese tipo de cosas. Por entonces a esas historias no se las conocían como “Mitologías”.
El siglo XXI no es tan distinto, sólo que esa forma de entretenimiento se digitalizó y se volvió virtual, por lo que hoy similares combates se dan con chicos manejando joysticks, acumulando puntos, vidas y superando niveles cada vez más difíciles. En cierto sentido, Titanes del Pacífico es una combinación de esos dos universos infantiles: el de un chico que leía cómics, jugaba con robots y veía películas de acción y ciencia ficción en los años ’70 y ’80 (en Guadalajara, en el caso de Guillermo Del Toro) y el que hoy toma la posta -casi cuatro décadas después- y posee similares pasiones, sólo que las canaliza de otra manera.
Titanes del Pacífico no tiene nada que ver con Transformers ni es sólo una película de acción violenta en la que enormes y digitales monstruos se enfrentan con igualmente enormes y digitales robots. Es la película en la que un niño que creció con el cine catástrofe, las películas japonesas de monstruos, Star Wars, Blade Runner e incontables cómics y clásicos, quiso y pudo hacer al conseguir cierto poder dentro de Hollywood. Esto es: crear una buena historia para que muñecos gigantescos se golpeen entre sí, ahora que su madre no le dice que tiene que juntar todo del piso para irse a bañar.
Del Toro consigue que su Titanes del Pacífico sea actual y nostálgica a la vez, que atraiga a los espectadores que buscan un relato de cine catástrofe clásico, bien contado y comprensible, con los más chicos que quieren una experiencia sensorial más cercana a lo que consumen actualmente. Y el milagro de la película es que logra contentar a ambos públicos a la vez, o bien transformar al adulto en ese niño que alguna vez fue sin jamás insultar su inteligencia.
Titanes del Pacífico se distingue claramente de la mayoría de las superproducciones actuales por la sencilla razón de que su director no sólo tiene idea de cómo contar una historia sino que sabe organizar el espacio físico, filmar y editar con la clara conciencia de que el espectador aceptará ser sumergido en una batalla campal entre criaturas gigantescas y robots inoxidables siempre y cuando entienda más o menos qué es lo que está sucediendo.
Y eso sucede aquí: la trama es clara y cristalina, y su complejidad nunca excede los límites de la paciencia. Aquí no hay una enorme mitología lanzada a la cabeza del espectador para que tenga que llevar un manual anotando todos los detalles de cada robot y criatura. La habrá, tal vez, si la película se transforma en saga de incontables secuelas, pero una mitología -digamos- hay que merecerla, construirla, llevando a los espectadores a través de ella como en su momento supo hacerlo George Lucas. Es obvio que Del Toro debe saber hasta qué desayunan los pilotos rusos que manejan uno de estos jaegers (es el nombre, “cazador” en alemán, que se les da a estos robots operados desde adentro), pero no tiene necesidad de enrostrárnoslo. Si nos interesa, habrá cómics y libros que se ocuparán de saciar nuestro interés.
Del Toro, por suerte, procede por sustracción. Por suerte, digo, porque como todo niño enamorado de sus juguetes podía habernos atosigado con detalles que sólo él considera importantes. Pero no lo hace. De entrada nomás nos mete en el medio de la batalla, resumiendo todos los “orígenes” -con los que otros podrían haber hecho toda la película- en un montaje inicial de unos pocos minutos en el que se nos cuenta cómo llegamos a 2020. Para entonces, ya estamos en el séptimo año de la Guerra contra los kaiju (así se llaman los monstruos, en japonés, como cualquier fan de Godzilla lo sabe), que se va complicando cada vez más pese a los esfuerzos de la humanidad entera por detenerlos, sea con los entonces ya algo decadentes jaegers o con los aparentemente aún menos confiables “Muros de la vida”.
Raleigh Beckett (Charlie Hunnam) es el personaje principal, un piloto que pierde a su hermano en una durísima batalla con un kaiju y que, luego de abandonar por años los frentes de batalla, es llamado para el que parece ser el último intento de mantener el programa jaeger, vapuleado tras una serie de fracasos por contener a los monstruos. En la base de la Resistencia (así lo llama el líder del grupo, Stacker (Idris Elba, de The Wire y Prometeo) pilotos de distintos lugares del mundo (rusos, chinos, australianos) y científicos entre obsesivos y un poco locos hacen lo posible para combatir la amenaza, que es cada vez más intensa.
En cierto sentido, Titanes del Pacífico es una película de pelotón y tanto su título (especialmente en castellano) como su trama -además de ciertas cuestiones temáticas y de construcción de personajes- hacen recordar a algunos títulos de Howard Hawks. Más allá de las cuestiones tecnológicas, no hay tantas diferencias entre esta película y decenas de filmes de aventuras (bélicas o no) del Hollywood clásico, con sus personajes claramente delineados y sus conflictos arquetípicos entre padres e hijos, parejas o hermanos.
Un pequeño truco de guión que tiene beneficiosos efectos para la construcción de los personajes es que para manejar estos inmensos jaegers hacen falta dos pilotos, y tienen que ser personas emocionalmente complementarias, ya que los dos deben conectar sus cerebros entre sí para hacer funcionar de la mejor manera posible a los robots. En el caso de Raleigh, su “alma gemela” será Mako Mori (Rinko Kikuchi), una joven japonesa que también carga con una serie de traumas familiares ligados a los kaijus, en lo que parece ser la metáfora más cercana que la película utiliza respecto a la reciente catástrofe ecológico/nuclear japonesa.
Sí, el asunto “cerebros ensamblados” suena absurdo y hasta ridículo -y en cierto modo lo es-, pero logra otorgarle un mayor peso a las actitudes, comportamientos y relaciones entre los personajes (es, casi, como un “certificado de química” entre los protagonistas), además de darle un sentido práctico y empírico a la siempre declamada idea de que “luchar unidos”. En este caso, es tal cual. Nadie puede solo contra las gigantescas criaturas del fondo del mar.
Titanes del Pacífico no es la orgía metálica que muchos temíamos. La película no tiene más de tres o cuatro batallas campales, las que se extienden por un buen tiempo, pero logran su objetivo: son técnica y visualmente impresionantes, están narradas con claridad (pese a transcurrir la mayoría de noche) y están perfectamente ensambladas con el contenido emocional de la película.
Un juguete gigantesco y multinacional que logra, a la vez, ser un homenaje a los clásicos con los que crecimos de chicos (al menos los que tenemos una edad cercana a la de Del Toro) y un entretenimiento mayúsculo para los niños de cualquier generación, Titanes del Pacífico es casi un milagro cinematográfico en esta temporada de entretenimientos multimillonarios sin alma a la vista. La prueba de que, aún con el arsenal de 200 millones de dólares a su disposición, el secreto de un gran artista es saber elegir lo que le sirve para contar su historia y descartar lo inútil e innecesario. Del Toro lo hizo, simplemente teniendo presentes en todo momento las películas que ha amado desde chico.