Hace algunos meses, el estreno de Viaje a los pueblos fumigados de Pino Solanas confirmaba distintas circunstancias: una devastadora (la cantidad y variedad de veneno que viene con nuestros vegetales de cada día), una más bien simpática (que Pino sigue filmando y editando como si estuviera haciendo una película clandestina en los sesentas) y una algo desoladora, aunque por causas ajenas: desprolijo, demodé y cuestionable, Solanas es uno de los pocos realizadores argentinos dispuestos a poner el cuerpo por una problemática alejada -de Capital y del radar mediático- y quizá el único con su nivel de llegada capaz de encadenar planos de los representantes de gran parte del arco político, para señalarlos como cómplices del negocio que magnifica ganancias a costa de las vidas de sus consumidores. Martín Céspedes, hijo de Marcelo, da un paso hacia adelante con una ópera prima que desde varios ángulos aporta contrastes y complementos involuntarios al ejemplo anterior. Con un altísimo rigor formal, y prácticamente sin intervenir sobre lo registrado, se enfoca en una faceta aún más perversa del negocio agropecuario dominante: el desplazamiento forzoso y violento de comunidades campesinas e indígenas para apropiarse de sus tierras, representado en el asesinato del joven Cristian Ferreyra -miembro del Movimiento Campesino de Santiago del Estero- a manos de Javier Juárez, vecino de la comunidad contratado por el empresario Jorge Ciccioli para custodiar sus alambrados. Juárez cometió el homicidio luego de irrumpir con una patota en una reunión del Movimiento.
El documental sigue el desarrollo del juicio de 2014 contra Juárez, Ciccioli y el resto de la patota, intercalando las distintas instancias con escenas de la vida cotidiana de los miembros de la comunidad santiagueña. Algunos momentos ayudan a comprender la pasividad general en la posición de Céspedes, como el diálogo entre dos integrantes del MOCASE que despotrican contra la hipocresía de los estudiantes que se acercan al movimiento por trabajos de tesis, juzgan el estilo de vida de los campesinos y se van a la semana sin haber dado nada a cambio (la misma reacción que parecen detectar en la jueza del proceso); mientras varias escenas juegan al filo entre la impertinencia y la multiplicidad de sentidos: cuando un campesino sacrifica un cabrito frente a la mirada de su pequeña hija quizá estamos presenciando una metáfora eisensteniana sobre el daño de los empresarios a las comunidades, y cuando vemos unos hombres caminando con cautela para dispararle a un ave tal vez asistimos a una muestra de la tensión en la que viven, con sus vidas y sus medios de subsistencia constantemente amenazados. Si hay otra gran disrupción es en cómo se deciden mostrar los momentos de angustia y desazón en el Movimiento, con escenas de muy pocos cortes y una intensidad difícil de procesar. Cualquier decisión de Céspedes será discutible según los límites del espectador, pero la realidad (y el pésimo fallo en el juicio) se llevan todo puesto.
Que el director se valga de pocas herramientas no significa que no exprima todas sus posibilidades. Un intento aislado de conjugar planos distorsionados y sonido ambiente se queda a mitad de camino, pero algunos arrojos del montaje se lucen sin ser intrusivos (la cadena de bostezos y cabeceadas durante una instancia del juicio es tan sutil como elocuente), y la enorme cantidad de horas de material crudo de la que dispuso Céspedes fueron útiles para poder armar el relato del caso sin recurrir más que a unos sobreimpresos al inicio (aunque habría sido bienvenido un poco más de contexto sobre el papel de las autoridades provinciales en el asunto). Conjugados esos medios, las escenas de arenga colectiva entre los miembros del Movimiento y las intervenciones de Deolinda Carrizo y Margarita Aguamar Gómez son el hallazgo propio y excluyente de quien se acerca a una causa con respeto y empatía.