Entre las pestes varias que acarrea consigo la Navidad están las películas navideñas. Pero he aquí la excepción que confirma la regla: Néstor Frenkel filmó una de las pocas que valen la pena, porque muestra las costuras de esa alegría impostada. Y lo hace deconstruyendo a uno de sus mayores símbolos: Papá Noel.
La marca registrada de Frenkel, atípica para un cineasta nacional y más aún para un documentalista, es una mirada a veces tierna, a veces burlona, siempre juguetona y atenta a captar los recovecos absurdos del alma. Ese tono es el que hace de Construcción de una ciudad (2007) o Los ganadores (2016) verdaderas joyas. Y es el que vuelve a usar para presentar esta antiheroica galería de papanoeles.
Casi todos gordos (aunque los hay flacos), casi todos canosos de pelo y barbas largas (aunque hay un pelado lampiño), estos señores dedican sus diciembres a sacarse fotos con niños en shoppings, clubes de barrio, plazas. Como en un gran backstage de la Navidad, Frenkel los entrevista en sus propios hábitats y en un estudio que no disimula su artificio. Y descubre a unos personajes maravillosos.
Está el ceramista, que vende papanoeles en miniatura (“el Papá Noel con mate fue el que más pegó”). El que se dedica a pintura de brocha gorda, reflexología y digipuntura. El que acicala su barba y melena en la peluquería y es miembro de un club de osos. El devoto de los duendes (“Ellos me dijeron ‘tenés que hacer este personaje’”). El que fue militante, delegado sindical, y ahora se disfraza para los chicos de un comedor popular. El que hace de estatua viviente (“¿No se te ocurrió llevar a Papá Noel al estatuismo?”, le consulta Frenkel).
Hay también una empresa de papanoeles, donde todos se juntan a tomar una capacitación y terminan en una suerte de reunión de autoayuda contando sus vivencias con el traje rojo. La cámara retrata todo con una mezcla de cariño e ironía y le da una paradojal magia navideña a la película, que habla tanto del artificio de las Fiestas como de la capacidad humana para rebuscárselas y sobrevivir.