La chica de la burbuja de plástico.
La joven protagonista se encuentra ante una disyuntiva literalmente fatal: vivir una no-vida en su jaula de cristal, que la protege de una enfermedad autoinmune, o arriesgarse a todo por un beso que puede ser el de la muerte. Un melodrama con brillitos.
Recurrir al sarcasmo como método para desestimar un romance adolescente no es sólo facilista sino, esencialmente, estéril: allí seguirá el flechazo, con o sin miradas superadoras y superadas. El hecho de que Todo, todo, dirigida por la canadiense Stella Meghie, narre precisamente un tierno amor entre chicos de dieciocho años (y, como ocurre también en la novela de Nicola Yoon en la cual se basa, 18 y no 15 o 16, quizás para evitarse problemas) tampoco debería dictar de inmediato la sonrisa condescendiente. Aunque su condición de película gestada con un target casi exclusivamente femenino y teen sí es indicativo de algunas de sus evidentes flaquezas, algunas por omisión y otras tantas por exceso. La historia de la chica que sufre de una terrible enfermedad autoinmune –terrible al punto de impedirle salir de la casa de cristal en la cual habita– y su relación con el nuevo vecino que, apenas recién mudado, le sonríe con mirada encantadora desde la calle, posee metafóricamente todos los brillitos y colores fluorescentes que las revistas para chicas imponen desde sus portadas, casi como condición sine qua non para su existencia.
La de Maddy Whittier (primer rol central en la carrera de la joven Amandla Stenberg) no es otra cosa que una nueva versión de la historia del chico de la burbuja de plástico, aderezada con condimentos “rapunzelianos” y aggiornada con la posibilidad de la comunicación en vivo y en directo vía redes sociales y mensajes de chat. El exceso de sacarina es eliminado en parte durante la primera porción del relato gracias a la construcción del personaje: a pesar de haber vivido toda la vida en el más absoluto encierro junto a su madre (idealismos narrativos: de profesión médica), la chica nunca cae en el pecado de la candidez y parece conocer de entrada algunos de los riesgos de su creciente contacto virtual con Olly, encarnado por Nick Robinson, uno de los muchachos de Jurassic World. El hecho de que nadie, jamás, haga mención alguna al hecho de la diferencia en el color de la piel de la pareja es sintomático de su corrección política, que obliga a dar por normalizada una relación que en el mundo real no sería para nada sencilla (más allá de los virus y bacterias que al muchacho le resbalan y a la chica podrían matarla en un par de días).
Pero el de Todo, todo es, en definitiva, un mundo de fantasía. Inteligente y sensible (su libro preferido es El principito), Maddy cae en la cuenta de que se encuentra ante una fatal disyuntiva: vivir una no-vida o arriesgarse a morir por un atisbo de una posible existencia apasionada. A partir de ese momento, el melodrama hace acto de presencia con pies gigantes, acelerando el paso del romance e intentando hacer lo mismo con los corazones de sus eventuales espectadoras/es. “¿Final trágico o happy end?”, será la pregunta de allí en más, impactada por varias aceleradas, frenadas en seco y giros en u de último momento. “El amor lo es todo. Todo”, escribe la protagonista luego de los primeros chispazos de enamoramiento y, para el film de Meghie, esa es la máxima que permite llevarse casi, casi todo el resto de las cosas por delante.