Dos hermanos
Todos tenemos un plan, la película que marca el debut en la dirección de Ana Piterbarg, tiene el aspecto poderosamente familiar de uno de esos thrillers de bajo presupuesto del cine norteamericano, ambientados en pueblos chicos y protagonizados por gente “común”. El paisaje del Delta luce triste y poco acogedor y los personajes se doblan con resignación sobre sus tareas cotidianas, hablan lo indispensable y nunca sonríen: de pronto, en unos pocos planos, Piterbarg ha construido un mundo con un puñado de breves trazos seguros, ejecutados con decisión y oportunidad. En la primera escena, Viggo Mortensen es un oso descorazonado que de golpe, mientras se ocupa de sus abejas, tiene un ataque de tos y se aleja atribulado de la chica que lo ayuda con el trabajo. En el hilo de baba ensangrentado que la cámara exhibe con pudor se anuncia la muerte, y a partir de allí la película puede ser vista como el melancólico recorrido que lleva, sustitución de personalidad mediante, a esa instancia definitiva e irremediable. Más tarde, un reconocido médico porteño (también interpretado por Mortensen), hermano gemelo del personaje anterior, tiene una crisis, se encierra durante días en su cuarto y es abandonado por su esposa. Todos tenemos un plan parece por momentos la historia de un derrumbe: el del modesto apicultor envenenado por la enfermedad, el del médico exitoso que se vuelve un extraño ante las demandas de su mujer, el de un maleante de poca monta que añora una infancia despreocupada y libre, el de una chica destinada a circular sombríamente entre los hombres que la rodean. También, el de un paraje ensimismado en su falta de expectativas y en el resentimiento.
Es cierto que la directora no hace gala de mucha imaginación para filmar pero enseguida queda claro que sus preocupaciones son otras. La forma de la película desdeña con ferocidad cualquier gesto explícito de gracia cinematográfica para concentrarse en el desempeño de los actores. No queda del todo claro si la presencia de Mortensen, obligado a hablar en un castellano que suene lo más argentino posible, hace que la energía de la película, y también la atención del espectador, parezca encauzada casi exclusivamente a mantener una vigilancia especial en el terreno de las actuaciones y a desinteresarse un poco del resto, como si no ya el personaje sino el actor se estableciera, por las razones equivocadas, como el centro de gravedad hacia el que confluyen las miradas. Pero lo cierto es que Todos tenemos un plan resulta ser un esmerado trabajo de guión y de dirección de actores en el que prácticamente cada plano está al servicio de la construcción de los personajes. A pesar del aliento mítico por el que parecen estar atravesados, la concentración y sobriedad de la película se empeña en reenviarlos sobre un fondo gris y exento de toda grandeza: quizá el inesperado acierto de la directora sea el de ofrecer un thriller casisin emoción, que no vibra ni tiembla, pero que termina constituyéndose en un testimonio modesto sobre el carácter permutable y anónimo de la existencia.