Es casi indiscutible que una de las grandes películas argentinas de los últimos años fue El aura. Podríamos hablar un largo rato sobre la obra maestra de Fabián Bielinski, pero vale brevemente mencionar que la combinación que llevaba adelante entre narración hipnótica, juego de simulacros y reflexión sobre el cine, tenía una precisión admirable. Cuando uno ve El aura siente que está ante una máquina narrativa perfectamente aceitada y que cada detalle, cada plano, cada gesto, están pensados y planificados de manera minuciosa.
El problema con Todos tenemos un plan, la ópera prima de Ana Piterbarg, es que el guión y el proceso de producción están presentes todo el tiempo, pero revelando sus costuras más que ocultándolas.
El cine es fundamentalmente un juego de distancias y duraciones. Las variaciones de esas distancias en un tiempo determinado construyen a los personajes, los hacen crecer, nos permiten conocerlos. La relación entre cercanía y conocimiento no siempre es exacta: allí tenemos las obras de Abbas Kiarostami para demostrar que se puede ingresar en la intimidad de un personaje incluso desde lejos. En el caso del cine que se propone contar historias, el juego de distancias es fundamental.
Esta película, que por esas cosas curiosas de las co-producciones está protagonizada por Viggo Mortensen, propone una historia con ribetes existenciales. Agustín, un médico prolijo y callado, está casado con Soledad Villamil, con quien lleva adelante una serie de trámites para adoptar a un niño. En un momento dado, nos enteramos de que Agustín no quiere adoptar. Su mujer lo increpa de una manera casi irrebatible: si no querías adoptarlo porqué avanzaste con el trámite. Agustín no responde, no hay explicaciones. Se supone que con esos datos, esbozados de una manera arbitraria y meramente informativa, debemos entender que Agustín aborrece cada uno de los matices de su vida. Esta situación se refuerza con la llegada de Pedro, el hermano mellizo de Agustín, que viene a visitarlo para contarle que está enfermo y para hacerle una extraña propuesta. Unos minutos después, sucede otra cosa inexplicable que genera un intercambio de identidades: la muerte de Pedro en la bañera. Sin ningún tipo de transición, sin una mínima explicación, comienza la peripecia de Agustín hacia el Tigre.
La relación que establezco al principio de este texto con la película protagonizada por Darín no es caprichosa. Todos tenemos un plan tiene varias similitudes con aquella, no sólo por su marcada voluntad narrativa sino sobre todo por el intento de su protagonista de escapar de un mundo que lo oprime. Y, especialmente, por escapar hacia la naturaleza, con la atmósfera hostil que muchas veces implica. Resulta una pesada carga la comparación con aquella obra maestra pero lo cierto es que el parecido es tan grande que la confrontación es muy tentadora.
En principio, y siguiendo de manera molesta con esto de las distancias, en El aura el espacio juega un papel fundamental, casi al nivel de un personaje más. El bosque y el enorme trayecto que imponían los árboles eran el escenario perfecto para que se desencadenaran una serie de sucesos extraordinarios, al menos para la vida quieta del protagonista. En Todos tenemos un plan, el escenario elegido, más por una cuestión pintoresca que por otra cosa, es el Delta. En ese lugar vivía Pedro, tenía una colmena y era partícipe de una serie de hechos criminales. Pero lo único que vemos del lugar es una sucesión de planos aislados, como insertos artificiales que nos informan – y sólo eso- que estamos allí. Los planos mencionados dan la sensación de estar tan incrustados en la película que podrían haber sido tomados en cualquier otro momento o, incluso, en cualquier otra época. La puesta en escena es, entonces, tan esquemática que anula cualquier posibilidad dramática.
Un error frecuente del crítico es proponer entrelíneas una puesta en escena alternativa, como si el cine fuera en definitiva un juego más o menos estable de acciones correctas o incorrectas. No quiero caer en ese error, pero las motivaciones del protagonista son tan indescifrables que la mera inclusión de algunos primeros planos que acentuaran un cierto conflicto íntimo hubiera alcanzado para que las razones fueran mínimamente sugeridas. Todos tenemos un plan es eso: la tímida puesta en marcha de un guión que debe ser respetado como si se tratara de una obra cumbre de la literatura (cosa en última instancia con la cual tampoco estoy de acuerdo: las obras literarias, prestigiosas o no, deben ser alteradas, al menos en parte, cuando se encuentran con un registro tan distinto como el cine).
De toda esta serie de constantes sólo quedan las actuaciones. Ana Piterbarg deposita el peso de la película, sus ritmos internos y sus puntos altos, en la manera en que los actores elegidos se hacen cargo de las líneas de diálogo. Y en ese juego, los únicos que salen indemnes son Daniel Fanego, en el papel de Adrián, el mafioso que lidera la serie de crímenes cometidos durante el relato, y Sofía Gala en el papel de Rosa, una suerte de Femme Fatale rústica (característica que comparte con el personaje interpretado por Dolores Fonzi en El aura).
Todos tenemos un plan termina siendo una película despareja, que combina registros actorales totalmente disímiles y que no interesa en ningún momento porque carece de la capacidad de construir grandes momentos. Quizás en los papeles se trataba de una buena película, pero en el fondo termina siendo un producto más de importación para fugar imágenes al exterior.
El cine no es solamente guión, ni producción, sino imágenes y sonidos. Y el problema de Todos tenemos un plan se juega en esos terrenos esenciales que hacen que una película sea eso, una película, y no una anécdota mal contada. La ópera prima de Ana Piterbarg se olvida de que cuando se habla de cine importa menos tener un plan que saber ejecutarlo.