Un hombre decide cambiar de piel para vivir otra vida, en la opera prima de Ana Piterbarg.
En la opera prima de Ana Piterbarg hay muchas dualidades. Ya desde el comienzo, la película se debate entre el Delta y la ciudad, entre la opresión y la aparente libertad, entre el hombre que intenta responder a los requerimientos de la "civilidad" y el que vive en un estado casi salvaje. Ambos personajes están compuestos por Viggo Mortensen, todo un atractivo para una producción filmada casi íntegramente en Argentina y por argentinos.
Agustín (Mortensen) es un pediatra de mediana edad, casado con Claudia (Soledad Villamil) y algo agobiado por el rumbo que ha tomado su vida. Y es ese agobio el que desencadena la crisis matrimonial, cuando él decide dar un volantazo y encerrarse en una habitación a esperar que todo se derrumbe detrás de la puerta.
Abandonado por su esposa, Agustín recibirá la sorpresiva visita de Pedro, su hermano gemelo, un hombre huraño y dedicado a la apicultura que vive en una isla del delta del Paraná. Un giro repentino durante esa visita le dará a Agustín la gran oportunidad de jugar a ser otro, de cambiar. Es entonces cuando Todos tenemos un plan se vuelca por completo a un thriller con un interesante desarrollo.
La película encuentra varios puntos fuertes. El primero, claro, es la curiosidad que despierta el trabajo de Mortensen bajo bandera nacional. Es curioso, en ese sentido, como el actor consigue desprenderse de sí mismo para entregarse a sus personajes pero, al mismo tiempo, juguetea con ciertos guiños que innecesaria e irremediablemente volverán a conducir al espectador hacía "el actor hollywoodense más argentino".
Otro punto interesante es el guión, también escrito por Piterbarg, que aunque no es del todo original consigue atrapar con un relato bien sostenido desde la dirección, la música y la fotografía. Así, la elección de las imágenes de un delta salvaje y misterioso colabora mucho con la tensión y el reflejo de las sensaciones –el temor, la rabia, el amor, el rencor– que experimentan sus protagonistas.
"Acá son todos muy discretos", advierte uno de los personajes de la película con mucha razón. En tal sentido, los planes de esos hombres y mujeres que habitan el Paraná permanecen tan celosamente ocultos que parecen burlar lo gráfico de esa vida urbana que supo saturar a Agustín. Ese parece ser el juego para él ahora: conocer, desenmascarar, descubrir. Y eso también juega a favor de la película.
En cuanto a las interpretaciones, Villamil permanece desaprovechada debido al escaso desarrollo que alcanza su personaje, apenas funcional al quiebre de la historia. Sofía Castiglione, poco a poco va desgranando a Rosa, una chica oscura pero con una cierta ternura que consigue trascender la pantalla; es notable su crecimiento interpretativo y la empatía que genera naturalmente con la cámara. Daniel Fanego, en tanto, se muestra cómodo en el rol del inescrupuloso pero algo predecible Adrián.
Quizás el punto más flojo tenga que ver con el ritmo. En la primera parte, la manera de mostrar la incomodidad de Agustín con su vida aparentemente perfecta resulta apresurada; no hay demasiado lugar para profundizar en su relación con Claudia ni en cuáles son los motivos de su crisis personal. A la vera del Paraná, en cambio, el relato se torna más introspectivo e interesante, bucea en la búsqueda de la identidad del protagonista, en el redescubrimiento de un mundo que siempre le había resultado ajeno y en su nueva manera de relacionarse desde su "otroriedad". Sin embargo, sobre el final, todo parece precipitarse nuevamente.
Más allá de los puntos débiles que puedan señalarse en Todos tenemos un plan, la película cumple, entretiene y vuelve sobre un género no tan visitado por el cine argentino más reciente: el thriller con condimentos de policial negro.