Decir que todos tenemos un plan es una afirmación muy fuerte para una película en la que la mayoría de los personajes actúan por impulso. Es entendible la falacia del título -con el que se denomina a una historia que se encarga de excluir rápidamente a aquellos que proyectan a futuro- porque, después de todo, la mentira es uno de los tópicos centrales del argumento. La verdadera estratega es Ana Piterbarg, quien en su debut como directora propone un sencillo mecanismo con piezas envidiables para su puesta en marcha, pero que encuentra ciertos escollos en su ejecución irregular.
Agustín, un médico de la ciudad, vive hastiado en un departamento junto a su mujer. Sin necesidad de ver los golpes que ha sufrido a lo largo de los años, se comprende que la rutina y la planificación le han hecho tirar la toalla, al punto de no tener motivo para salir de la cama. Pedro, su gemelo, es el espejo de una existencia que se ha perdido, aún con lo turbio de su presente, vive como quiere y sin responder a nadie. Este hombre de ciudad, que nada tiene para ofrecer y por el bien de la película desaparece rápido, va en contra de su futuro pre-establecido y abraza aquello que no le es propio y, aunque en su pasado haya estado cerca, nunca le perteneció. Las consecuencias del pasar delictivo del hermano no tardan en alcanzar al pediatra burgués, con un drama existencial que deja el lugar a una historia violenta, de suspenso y con toques de cine negro, cuya fuerza inicial se pierde entre un argumento que se estira más de la cuenta y un guión que peca de simplista.
El gran uso que se hace de la locación es un punto necesario para destacar en esta ópera prima de Piterbarg. Con excelente fotografía, el Delta se ve integrado como uno de los personajes de mayor peso: una zona oscura, marginal, más cercana, desde lo cinematográfico, a un pantano del Sur de los Estados Unidos que al municipio del primer mundo que se vende desde los noticieros. Por otro lado cabe señalar las muy buenas actuaciones de Daniel Fanego, el personaje sombrío por excelencia, así como la de Sofía Gala que, medida aunque en ocasiones aniñada, logra convertirse en ese faro de luz que el protagonista necesita. Viggo Mortensen, el principal atractivo, ofrece un muy buen trabajo en el rol de Pedro, tanto desde lo gestual, los modos que se aprenden sobre la marcha, como en el lenguaje, con el idioma que se acomoda en un estado más natural. La situación inversa se produce con el de Agustín que, si bien presenta una notable diferencia estética, requiere de un hablar impostado ("¿a qué se debe la visita?") que, más que señalar la diferencia de región, delata la nacionalidad del intérprete.
Todos tenemos un plan pierde potencia con un guión que presenta diálogos por momentos infantiles y sobreexplicativos, así como por un desarrollo que se alarga en forma injustificada pero apresura resoluciones, como el cuestionable cierre de la faceta urbana del protagonista. Con un romance que no termina de convencer, aunque ambos se juren un incomprensible amor eterno, y un registro a mitad de camino entre el policial negro y el drama psicológico, el plan de búsqueda de identidad que propone Piterbarg sólo funciona a medias.