Un amor de telenovela
La primera escena de Tokio presenta a Nina (Graciela Borges) mediante una sucesión de fundidos encadenados. No hay nada necesariamente negativo en el recurso, pero sí en las motivaciones detrás de esa elección: es, al fin y al cabo, la confusión de simpleza con pereza y la de claridad narrativa e informacional con el más liso y llano subrayado lo que lleva a Maximiliano Gutiérrez (El vagoneta en el mundo del cine) a aglutinar imágenes de aviones y audios con la voz rasposa de la actriz contextualizando su situación, hasta llegar al primer plano del ticket de un vuelo Roma-Buenos Aires.
Solitaria y amante de los hoteles, Nina recala en un bar de jazz regenteado por un amigo que finalmente nunca llega. Pero rápidamente encontrará ocupación cuando el pianista del lugar (Luis Brandoni) se acerque para charlarle con el objetivo indisimulable de levantársela. A la resistencia de rigor le seguirá, claro está, una visita a la casa de él después de más que oportuno un corte de luz. El resto es historia fácilmente imaginable.
Lo que habrá en el medio es una historia de amores en la tercera edad que remite a Elsa y Fred pero sin su levedad. Aquí, en cambio, la pareja comparte sus penurias a través de frases que oscilan entre el melodrama digno de culebrón vespertino y la cursilería más crasa. Gutiérrez aporta lo suyo incluyendo una serie de recursos inexplicables (el primer plano en cámara lenta de las manos de Brandoni haciendo café instantáneo se lleva el premio mayor) y, claro está, la clásica escena de alcoba filmada con luz tenue.