Experimento fallido
Una mujer va a un "club de jazz" llamado Bourbon. El pianista y ella comienzan a hablar, a conocerse. Los interpretan un hombre y una mujer que hicieron muchas (pero muchas) grandes películas. No es el caso de Tokio, y no debido al punto de partida, sino por lo que prosigue. En este juego de seducción entre "Nina" y "Goodman" -los personajes de Borges y Brandoni- no hay chispa, no hay interacción fluida, los actores esperan eternidades antes de responder -jamás se pisan- e incluso estiran los hiatos entre palabra y palabra como si estuvieran obligados a alargar constantemente lo escuálido del argumento. Planos adocenados y untuosos "de ambiente", de objetos colgados o en repisas, de cielo, de techos, de lluvia, aportan también su molicie; la iluminación, algunas extrañas propiedades de la iluminación a vela.
No hay mucho más en términos de peripecias en Tokio, pero se disponen algunas confesiones mínimas -y una máxima-, todas injertadas, puestas a presión e inconducentes, como todo lo relativo al asunto del título. No hay aciertos en la musicalización: los temas parecen comenzar o recomenzar simplemente cuando se terminó el que sonaba antes. No hay puesta en escena que dinamice mínimamente las acciones y hay inexplicables ralentis sobre, por ejemplo, una pava en el fuego. Hay metáforas banales con unos peces, y una escasez de acciones y de gracia inexplicable con dos actores como Luis Brandoni (que actúa en una clave lenta y con un tono francelliano que no le conviene) y la exquisita Graciela Borges. Si hay un plano fugaz que rescatar de este producto fallido, irresuelto e irredento, es el de la espalda desnuda de la Borges sentada en la cama.