Los nombres no garantizan la calidad de un film. Tokio es una fallida comedia romántica que desperdicia a sus intérpretes: Luis Brandoni y Graciela Borges.
“El amor a la tercera edad” funciona bien en la taquilla. Prueba de ello es la “saga” de El Exótico Hotel Marigold o la exitosa comedia argentina-española, Elsa y Fred, que incluso tuvo una remake estadounidense.
Dicho “éxito” se le puede atribuir a una buena campaña de prensa, el carisma de sus protagonistas o un guión efectista, calculado con los previsibles giros narrativos que permiten a un espectador promedio emocionarse, tomando en cuenta la empatía que consiga con los personajes principales.
En Tokio, la pareja solitaria está compuesta por Nina –Graciela Borges- una mujer que regresa al país, tras pasar varios años en Roma, buscando una relación que la conforte, y Goodman –Luis Brandoni- un pianista de Jazz que toca en bares junto a su banda.
A ella la dejan plantada, y él, ve la oportunidad ideal para encararla. A través de diálogos poco verósimiles, seudo teatrales, Goodman consigue llevar a Nina a un departamento, donde ambos deciden “abrirse” sentimentalmente.
Las primeras secuencias del film, proponen un tono visual más cercano a lo publicitario o videoclipero que a las convenciones cinematográficas, especialmente en las escenas de bar, donde Maximiliano Gutierrez juega a ser Won KarWai e introducir algunos colores fluorescentes o detenerse en planos detalles combinados con ralentis que aportan poco lirismo.
El estilo se rompe cuando empiezan a aparecer diálogos propios de un unitario televisivo, y dicho concepto continúa en las escenas del departamento, donde la puesta de cámara es básica y convencional. Tampoco ayuda que la iluminación sea poco verosímil, falla técnica que termina distrayendo del relato principal. Los diálogos son forzados y previsibles, no gozan de suficiente tensión, por más que los intérpretes intenten darle vitalidad.
Aunque Maximiliano Gutiérrez evita caer en golpes bajos o abusar del tono sensiblero, es tan poco original el planteo básico, son tan previsibles los giros narrativos y tan escasa la sutileza o la profundidad temática del film, que daba lo mismo si los realizadores decidían agregar alguna muerte azarosa. Quizás, así, rompían con la monotonía de 80 minutos interminables.
Graciela Borges, austera y contenida, junto con un interesante acompañamiento de jazz –a cargo de Jerónimo Piazza- son lo mejor del film. Brandoni aporta su acostumbrado sentido humor, no muy lejano de su registro televisivo.
Errores en la compaginación sonora y caprichos narrativos –se pueden quitar la secuencia inicial en Roma, el diálogo sobre un tatuaje de Goodman y, especialmente el número musical de Guillermina Valdéz, personaje impuesto con el único propósito de vender mejor la película- que no solamente no aportan, sino que además confunde; traen como consecuencia que Tokio, más allá de sus buenas intenciones y algunas ideas visuales aisladas, sea una propuesta olvidable.