Una noche, un encuentro
De los productores de “Viudas” (2011) y “Corazón de León” (2013), proviene este proyecto que apela esencialmente a los sentimientos y el carisma de su talentosa dupla protagónica, lo mejor de la propuesta.
“Tokio” es de esas películas impensables sin una banda sonora omnipresente, cálida y melancólica. Desde los prometedores títulos iniciales se presenta una historia que va a estar permanentemente envuelta por buena música, donde las imágenes brotan y se desplazan respondiendo a una melodía interna de ritmos acompasados en un montaje que prefiere los fundidos largos y el intimismo de planos cercanos.
Tokio es el nombre de un café de jazz que funciona en la noche cordobesa, similar a otro, llamado Bourbón, adonde arriba el personaje de Graciela Borges, recién llegada de Europa, dejando atrás una relación afectiva de muchos años. Un cambio de planes en la fecha de arribo, hace que la persona que ella ha ido a buscar a ese lugar no llegue, pero un celular olvidado sobre la barra del bar sirve para conectar a la recién llegada con el pianista de la banda (Goodman), el propietario del teléfono.
El pequeño incidente da pie al protagonista para presentarse y ganar su confianza. Como ella, desconfiadamente, no le dice su nombre, él la bautiza como Nina. El diálogo se inicia con bastante recelo y pocas expectativas, pero el galán insiste remarcando su propia torpeza y sosteniéndose en el humor, hasta que el escepticismo se desvanece con las risas que abren un juego seductor entre ambos adultos de más de 60 que empiezan a interesarse.
La propia canción
En esta historia de gente grande que se enamora a pesar de sus muchas heridas y una clara desconfianza a arriesgarse con algo nuevo, están presentes todos los encuentros y desencuentros propios de la comedia romántica. La película sigue la mayoría de las convenciones del género y construye algunos certeros gags que sirven para acercar a los solitarios y romper el hielo.
La dupla actoral es agradable, convincente y profesional. El juego de la seducción entre ellos es ingenioso y casi dulce; ante todo disfrutable por el público femenino y mayor de cuarenta, que es la edad en que -afirma Goodman- “una mujer decide cantar su propia canción”. La relación tiene mucho más de la pareja cinematográfica de “Los puentes de Madison” que del ring de boxeo sentimental que abunda en las actuales propuestas del género.
“Algunas historias de amor parecen absurdas cuando se relatan...”, le dice Nina a Goodman, cuando del recelo inicial pasan a las confidencias y surgen malentendidos que se blanquean, como el misterioso tatuaje de un nombre sobre el brazo de él o las llamadas que no contesta en su celular.
En cuanto a la “forma” del film, se recurre a varios recursos visuales de la fotografía y la iluminación: hay juegos con el fuera de foco y los ralentis. Las puestas de cámara tienden a privilegiar la armonía, como en el pictórico y estético desnudo de la diva. Es cierto que tiene secuencias prescindibles, como la que precede a la llegada de Nina al bar, con un estilo televisivo de videoclip en blanco y negro, para diferenciarse cronológicamente. Pero aún con sus imperfecciones técnicas, fundidos demasiado largos y planos detalle injustificados, como si se hubiese querido alargar y estirar la historia, ésta interesa y seduce sin estridencias.
En cuanto a la actuación de Guillermina Valdés, no puede decirse demasiado, más allá de que es breve y esconde una sorpresa que no puede revelarse. Su voz está doblada en la versión del bolero de Mario Clavel “Somos”, con una letra que parece un homenaje a los enamorados de otra época, desde un presente determinado por un romanticismo cada vez más ausente en las historias románticas y que los realizadores de “Tokio” ponen nuevamente en valor.