El amor, ese invento mercantil
En Tokio, Graciela Borges es Nina –aunque éste sea sólo un nombre inventado por su galán en cuestión–, una mujer triste con el corazón roto. Goodman (Luis Brandoni) es un músico, un pianista tierno y vulnerable a quien Nina conoce de manera casual en un jazz club, el día de su cumpleaños. Goodman y Nina –identidades falsas cuyos nombres aluden a Benny Goodman y Nina Simone, intérpretes tan singulares como paradigmáticos de esta música– son dos adultos de más de 60 que se gustan. Dos desconocidos que dejan de serlo.
En la película dirigida por Maximiliano Gutiérrez el amor se manifiesta en una dimensión utópica –la promesa del destino compartido y otras afirmaciones por el estilo, más o menos ingenuas, que son las marcas propias del subgénero de la comedia romántica–. Aquí están todos sus elementos: el encuentro casual, el desencuentro, reencuentro, perpetuidad y happy ending. Pero como lo importante aquí, ya que sabemos cómo concluye todo, es el cómo se encastran las piezas, es allí donde Tokio se queda corta. Con cierto tono irónico y algunas formas vagas de autorreferencialidad –como cuando Nina dice: "Ahora es cuando me decís que somos el uno para el otro" y le explica a Goodman lo propio del lenguaje de cortejo–, la película sigue la mayoría de las convenciones del género.
Se adapta perfectamente al tópico "amor en la tercera edad" que responde a un nicho del mercado –denominación deplorable, por cierto. ¿Por qué no hablar de vejez y dejarse de eufemismos?– y conserva intacto el mito del amor romántico, sin preocuparse por transgredir o reelaborarlo. Y eso no estaría mal sino fuera porque la evidente falta de espesor dramático o novedad en los giros la vuelve rudimentaria y poco entretenida.
Sin embargo, Nina, de espaldas, desnuda y sentada en la cama de Goodman –antes la vimos dejar un hombro al descubierto, ponerse unos aros frente al espejo o quitarse el rouge hundida en la melancolía– es toda sensualidad y erotismo. Pero la fascinación por su figura no es exactamente con un personaje –porque la elementalidad del guión no parece terminar de dibujarlo y todo el mérito se lo lleva la actriz–, sino la de la película y el espectador por la señora Graciela Borges: icono del cine argentino, estrella máxima de nuestro sistema y único brillo de Tokio.
A fin de cuentas, esta idea del amor como fuente de la felicidad, tan presente en la película –y en una cultura que coloca en el centro de la vida social a la institución matrimonial–, es una práctica común y naturalizada a la que la maquinaria ideológica del cine nos tiene acostumbrados. Ya ni siquiera vale decir algo al respecto toda vez que se redobla la apuesta y se refuerza el mandato, que no sirva más que para señalarlo.