Lo primero que hay que agradecer a quienes desde Hollywood decidieron resucitar a Tom y Jerry es que el gato y el ratón por excelencia de los dibujos animados conservaron su condición de personajes mudos. El sentido natural de sus andanzas (y eternas persecuciones, destrozando casi todo en medio de ellas) es el de buscar el efecto cómico en ese tipo de situaciones sin palabras, apoyadas nada más que en la imagen. Siempre se valoró el aporte de esta creación de William Hanna y Joseph Barbera a la historia de la comedia concebida a partir del lenguaje visual.
Pero este regreso está muy lejos de conseguir los mismos resultados. Como en Space Jam, los personajes dibujados se meten aquí en escenarios reales y en situaciones protagonizadas por personajes de carne y hueso de manera casi siempre forzada. La excusa es integrar las corridas del gato y el ratón a toda velocidad (a veces demasiada) con la peripecia de una chica muy vivaracha (Chloë Grace Moretz, actuando a reglamento) que se apropia de una identidad ajena para trabajar en un hotel de lujo que se prepara para organizar una boda rutilante.
Animación y actuación de carne y hueso, en vez de integrarse, terminan acumuladas a la fuerza, sin sentido y con poquísima gracia, como si el gato y el ratón fuesen apenas un efecto especial más en vez de los protagonistas. Solo queda el modesto consuelo de disfrutar de los escenarios de una Nueva York que se mueve como si la pandemia nunca hubiese existido.