Tomb Raider (2001) y Tomb Raider: La cuna de la vida (2003) no fueron buenas películas, pero al menos tenían algo de vértigo, de lucha cuerpo a cuerpo y la presencia magnética de Angelina Jolie como la heroína surgida de los videojuegos. Quince años después, con cambio de productora y de protagonista (la nueva Lara Croft es la sueca Alicia Vikander), los problemas no solo persisten sino que incluso se acrecientan. Es que en este reboot de la saga estamos ante un guion endeble por donde se lo mire (no resiste ni siquiera un análisis superficial), las escenas de acción son pocas y no demasiado espectaculares, y la idea de hacer una Indiana Jones en versión femenina resulta burda y torpe. Vikander aporta algo de simpatía, su sonrisa compradora y poco más para interpretar a Lara, la heredera de un imperio que se niega a administrar hasta determinar el paradero de su padre Richard Croft (Dominic West), desaparecido hace años en una expedición a una isla remota y de muy difícil acceso. Hasta allí irá la protagonista y se encontrará con el ejército esclavista del cruel Mathias Vogel (Walton Goggins) y elementos fantásticos ligados con una antigua tradición japonesa. Si la descripción parece ridícula es porque la película lo es. Nada tiene demasiada justificación y el director noruego Roar Uthaug ( Escalofrío, La última ola) parece filmar a reglamento. Un regreso sin gloria para un personaje que sigue sin tener suerte en el cine y cuyo futuro (todo luce preparado para una larga franquicia) está en riesgo.