Quince años pasaron desde que Angelina Jolie interpretara a Lara Croft por segunda y última vez: aquellas dos Tomb Raider estuvieron entre las primeras películas con distribución internacional basadas en videojuegos. Parecía que el personaje había caído en el olvido para el cine, pero los videojuegos protagonizados Lara Croft siguieron apareciendo, y en 2013 hubo un relanzamiento que resultó el más vendido de toda la saga: más de once millones de copias. Números demasiado tentadores como para no intentar también un relanzamiento cinematográfico.
El elegido para dirigirlo fue el noruego Roar Uthaug, con experiencia en cine de acción y aventuras, conocido por La última ola (2015), un decente ejemplar de cine catástrofe. Y el protagónico recayó en otra escandinava, la sueca Alicia Vikander. Un acierto: la ganadora del Oscar por La chica danesa es fundamental para cumplir con el objetivo de Uthaug de presentar a una Lara Croft humana.
Esa es la mayor fortaleza de esta nueva Tomb Raider: una heroína de 1,66 capaz de asombrosas proezas físicas y de pelear cuerpo a cuerpo contra temibles mercenarios sin dejar de mostrarse como una mujer vulnerable. Es falible y puede llorar después de matar a alguien, gritar ante un peligro o pedir ayuda cuando se ve acorralada. Y, también, ganarse el mango como repartidora en bicicleta por las calles de Londres, tal como se ve en la primera parte de una película que va de mayor a menor.
Se supone que su vida en Londres, jugando a la trabajadora como renegada heredera de una fortuna, es una introducción, pero resulta mucho más apasionante que lo que viene después. Que es su viaje en búsqueda de su padre, desaparecido siete años atrás en una isla cercana a Japón. Hay algunas escenas notables -como la del avión de la Segunda Guerra-, pero esa aventura no tiene nada que no se haya visto con más gracia en cualquier antecesora del género, empezando por Indiana Jones.