Los soñadores. Tomorrowland no está basada ni inspirada en una novela o cómic, no es una secuela, una remake, un reboot, un spin-off ni nada de eso. Tampoco es –ni pretende ser– una publicidad para vender entradas al parque de Disney del mismo nombre, creado en 1955. La nueva propuesta de la titánica compañía se presenta como un pequeño rayo de optimismo dentro del gigantesco abismo de agujeros negros e irrisorias filosofías existencialistas con pretensiones grandilocuentes (Interestelar), inteligencias artificiales que se rebelan contra sus creadores (Los Vengadores: La era de Ultrón), mundos posapocalípticos con sociedades distópicas (la notable El Planeta de los simios: Confrontación o la explosiva e imponente Mad Max: Furia en el camino) y una interminable lista que contiene las mil maneras de morir en el planeta Tierra filmadas por diversos cineastas hasta la fecha. Lo que viene a decirnos Tomorrowland es que nos hemos instalado en la resignación y el derrotismo; hemos aceptado y naturalizado nuestra propia destrucción y la del mundo, invocando de ese modo las catástrofes que nos extinguirán.
La quinta película del increíble Brad Bird nos habla desde una visión romántica y sesentosa del progreso –por más ingenuamente utópica que pueda parecer– y tiene más de una cualidad que la convierte en un producto notable. Cada escena es una genuina exaltación de la belleza de la tecnología y de las maravillas que pueden crearse a partir de nuestra imaginación, traducida en un fascinante desfile de gadgets –a cada cual más disparatado y alucinante– dignos del más clásico agente 007 y androides que están más cerca de ser Barbies y Kens que de pertenecer a la Matrix.
A medida que avanza Tomorrowland, el tono marcadamente naif –y profundamente cinéfilo– comienza a mutar en algo muchísimo más ambicioso: dos primeros tercios sublimes tanto a nivel narrativo como visual, dejando escenas para el recuerdo como la secuencia de escape en clave Mi pobre angelino, la fantástica pelea joedantesca en el local-paraíso de los nerds, el improvisado lanzamiento de un cohete desde la Torre Eiffel o el vuelo en jet-pack donde alcanza uno de sus puntos más altos la acertada música de Michael Giacchino, quien compuso las bandas sonoras de algunas grandes películas de los últimos años como Ratatouille, Misión Imposible: Protocolo Fantasma, Super 8, Star Trek: En la Oscuridad, El destino de Júpiter y la próxima a estrenarse Jurassic World.
Tomorrowland es, en sus formas, una película de otros tiempos. Un puente entre el cine de aventuras de corte clásico y el actual, un oasis de emociones genuinas que parecerían corresponder a un futuro, pero como lo imaginábamos en el pasado. Un pasado en el que existían las mochilas propulsoras y los viajes al futuro, las búsquedas del tesoro, las arcas perdidas, los santos griales y las películas de zombies en Súper 8. Y Brad Bird, un cineasta de herencia spielbergiana, ya ha dejado evidencias tanto en el mundo de la animación como en el de la acción en vivo de su talento para conjugar el cine de aventuras de los años ochenta con los efectos especiales, las inquietudes y las necesidades propias del cine de estos tiempos. Además, como si todo esto fuera poco, se permite tomar riesgos y plantear situaciones poco comunes en el cine más mainstream actual al anular la posibilidad de una subtrama romántica y dar comienzo al relato con un personaje dirigiéndose al espectador en una extensa escena.
En El Destino de Júpiter –último opus de los hermanos Wachowski–, el relato nos seducía, nos divertía y nos interesaba de una forma en la que muy pocas películas recientes lo han logrado. Con Tomorrowland sucede algo parecido. Únicamente pierde algo de fuerza en el último tramo, cuando su discurso se vuelve explícito en un monólogo a cargo de Hugh Laurie que resiente el ritmo con el que venía el relato hasta ese momento.
Aquí no hay una escena en la que falten la sorpresa y la acción –uno de los montajistas es Walter Murch–, además de contar con las destacables actuaciones de Raffey Cassidy como una Hit Girl robótica que derrocha empatía, y de Britt Robertson (Casey) que desplaza felizmente a George Clooney hacia un segundo plano desde el que se luce sin canchereo pero con la dosis justa de carisma.
Tomorrowland vuela por encima de sus defectos y Brad Bird vuelve a demostrar su extraordinaria capacidad para emocionar, sea cual sea el género en el que se mueva. Los soñadores que tengan la capacidad para adentrarse en este maravilloso universo con la mirada de un niño, no querrán salir jamás.