Que el espectador nunca se distraiga
El nuevo film del realizador de Los Increíbles y Misión Imposible: Protocolo Fantasma vuelve sobre temas futuristas y con imágenes de alto impacto, pero adolece de un defecto que aqueja a films similares: dejar a un lado la acción para caer en un exceso de explicaciones.
Primero fue Interestelar, un mejunje temático y referencial herido por la tendencia innegociable del británico Christopher Nolan a poner en palabras todos y cada uno de sus mecanismos argumentales. Después El destino de Júpiter, en la que los hermanos Wachowski reafirmaban la inventiva visual y temática de su obra previa, además de su conocimiento del clasicismo narrativo, aun cuando el resultado final sucumbiera ante la imposibilidad de mantener ocultas las costuras del guión. Y ahora llega Tomorrowland, el tercer exponente salido del ala más mainstream de Hollywood –presupuesto multimillonario, actor popular (en este caso George Clooney) a la cabeza del elenco y respaldo de un estudio poderoso como Disney– en los últimos seis meses, que intenta expandir el marco creativo de una industria cada día más cómoda en la confección de remakes, reboots, spin offs y adaptaciones. ¿Cómo lo hace? Apostando por delinear un mundo creado especialmente para la ocasión, con su lógica propia y personajes nuevos a desarrollarse durante un par de horas. Así, las tres películas comparten la virtud del riesgo, la ambición (en todas hay viajes en el tiempo, mundos paralelos) y la imaginación al servicio no sólo de las imágenes, sino sobre todo al de una narración sin resortes que amortigüen su potencial caída. Y también comparten una patología que podría denominarse el temor al espectador desatento.Ya El gigante de hierro (1999) mostraba que a Brad Bird, encumbrado gracias a su paso por Pixar (Los increíbles y Ratatouille), le interesan menos los procesos tecnológicos que sus usos y las formas con las que el hombre se relaciona con ellos. No por nada fue el hombre detrás de Protocolo fantasma, la última y más hi tech entrega de la saga Misión Imposible. Aquí subraya ese interés cargándole el peso del inicio de la narración a un chico inventor dispuesto a todo con tal de concluir su prototipo de propulsor aéreo, incluso de ir hasta la Feria de las Naciones de 1964 buscando financiamiento. Pero lo que finalmente encuentra es la puerta de entrada a un futuro situado en “algún lugar del tiempo y el espacio”, tal como lo ubica la sinopsis oficial, una suerte de universo de Blade Runner pero invertido, luminoso y feliz llamado Tomorrowland. Que Bird incluya menciones explícitas a 1984, Fahrenheit 451 y Un mundo feliz marca que la tensión y el límite entre utopía y distopía es otro de sus temas predilectos.El lugar es un paraíso para inventores y pequeños curiosos reclutados por una nenita que en realidad no es tal y que, cinco décadas y varios sucesos después, convocará a Casey (Britt Robertson, vista en la reciente El viaje más largo) con el objetivo de unir fuerzas con aquel niño genio devenido en científico loco (Clooney) y juntos reflotar aquella Babilonia del conocimiento, caída en desuso por circunstancias que aquí conviene no mencionar. El film se apropia de la imposibilidad inicial de Casey para comprender las particularidades del fenómeno, tiñendo a la hora inicial del espíritu aventurero-paranoide de la primera Hombres de Negro, con robots mimetizados en la rutina terrestre en lugar de marcianos, manteniéndose con firmeza el pulso narrativo en clave de comedia. Hasta que deja de hacerlo.Bird pierde la brújula del relato cuando incurre en la explicitación mediante largos parlamentos con la marca de agua del aquí coguionista Damon Lidelof, el mismo detrás de Lost. Tal como ocurría en la última temporada de aquella serie, Tomorrow- land pone el freno de mano borrando con el codo su carácter elusivo y enigmático, como si temiera delegarle al espectador la potestad de una libre interpretación que, Santa Taquilla no lo permita, lo empuje a catalogar al vacío informativo como síntoma de cabos sueltos. El languidecimiento se compone de distintas postas de monólogos graves, metafísicos, cargados de lecciones, atravesados por una conciencia ecologista de una corrección política digna de un documental de Al Gore. Todo esto para llegar a un desenlace peligrosamente parecido al comercial cosmopolita de Coca Cola que clausuró Mad Men, aunque sin la retorcida genialidad de Don Draper que lo justifique.