Sociedad de irresponsabilidad ilimitada
Los hermanos Farrelly fueron una especie de terapia de shock para la comedia en la década de 1990. En pocos años, legaron tres obras maestras: Tonto y retonto, Loco por Mary e Irene, yo y mi otro yo. Y después empezaron a incurrir en el pecado de copiarse a sí mismos y de aplicar la fórmula del humor incorrecto casi de un modo reglamentario, más por instinto que por creatividad.
Dos décadas después de aquel primer éxito, los Farrelly vuelven al principio y lanzan de nuevo a la aventura a una pareja protagónica que tiene todo el derecho del mundo a aspirar al podio de los personajes más idiotas de la historia del cine: Lloyd Christmas y Harry Dunne, encarnados por la magníficos Jim Carrey y Jeff Daniels.
Si hace 20 años, cuando se los veía por primera vez juntos, uno podía apostar que tenían todo para convertirse en una dupla comparable a la de Walter Matthau y Jack Lemmon, ahora esa promesa incumplida por Hollywood se vuelve retrospectivamente melancólica. Pero a la vez ofrece una segunda oportunidad, un nuevo crédito con menos futuro, quizá, pero con idéntica rentabilidad potencial. La pareja Carrey-Daniels es demasiado buena como desaprovechar el negocio.
Por supuesto, los Farrelly no pierden las mañas ni el mal gusto. Recurren de nuevo al amplísimo catálogo de situaciones vinculadas con fluidos corporales, enfermedades, deficiencias e impedimentos físicos y mentales. Son verdaderos especialistas en el arte de dar asco. El pis, las caca, los mocos, la saliva, los genitales conforman el cuerno de la abundancia escatológico de su humor. Un humor que tiene la forma de una perpetua secreción, de algo que el cuerpo necesita liberar para no envenenarse a sí mismo, y que por esa razón, en última instancia, está relacionado con la muerte.
De hecho, como en ninguna de sus películas anteriores, la muerte es el objeto de risa casi exclusivo de Tonto y retonto 2. Planteada como una especie de road movie de la irrisión, lo que ahora mueve a los dos tontos por la geografía de los Estados Unidos es la enfermedad de Dunne, quien necesita un trasplante de riñón y se entera de que es padre de una chica que podría ser la donante más compatible.
En esa sinuosa epopeya de barbaridades y malentendidos, los Farrelly aprovechan para burlarse de los más arraigados tabúes culturales. No hay tristeza, dolor o duelo que no sea susceptible de su sarcasmo. Y gracias a esa irreverencia fundamental –tan extrema que sin dudas es imposible ir más allá–, esta segunda parte, aun con sus pozos y mesetas cómicas, tiene tanto valor como la primera.