Cuento contigo
Esto no es una crítica. Es una declaración de principios.
Durante los veranos de mis años de secundario, una de las cosas que más disfrutaba era juntarme con mis amigas todos los días. Cada mediodía, sin excepción, arreglábamos la casa a la que íbamos a ir y nos juntábamos ahí religiosamente, a jugar a las cartas, merendar, fumar, meternos a la pileta, andar en bicicleta por la rotonda de Castelar, hablar de pibes, pasear a nuestros perros, planear la salida del fin de semana. Los encuentros eran rutinarios en tanto rituales inamovibles pero eso no atentaba contra su naturaleza liberadora. Era la sensación de juventud y amistad eternas. Éramos pendejas, nos adorábamos y no concebíamos otra cosa más que estar juntas, cada día de la semana y del fin de semana. La libertad más plena, más pura, menos contaminada.
Cuando crecemos, esa libertad se pierde, por diversos y nefastos motivos. La facultad primero, el trabajo después, las parejas por último, ni hablar de los hijos. Extraño a mis amigas, extraño juntarnos todos los días, extraño salir a boludear a la calle, hablar como atolondradas sin escucharnos e interrumpirnos todo el tiempo, extraño esa vida. Siempre me sentí privilegiada en esto de las amistades porque gozo de la enorme fortuna de haber tenido amigas de puta madre que, al día de hoy, conservo, y en eso siempre me identifiqué con la frase final de Cuenta Conmigo, al rememorar esos años gloriosos: “Nunca más volví a tener amigos como los que tuve a los doce años. Cielos, ¿acaso alguien sí?”
Yo, sí, pero no de la misma forma.
A nuestros 31 años, la mayoría de ellas siguen siendo parte de mi vida pero la relación cambió y, por más que a muchos les parezca normal, para mí es absolutamente antinatural. Tal vez porque nunca me habitué a eso que llaman “la vida adulta”, que incluye vivir solo, pagar las cuentas, ocuparse del monotributo, mantener un departamento, formar pareja, “proyectarse” con la pareja, y vaya uno a saber qué otras giladas más. No, yo me quede ahí, anclada en ese tiempo, en esos 15, 16 años, en la libertad de la no responsabilidad, en el goce absoluto y puro, en el disfrute diario de mis amigas. Creo que nunca se los dije pero las extraño bocha y no la paso siempre bien en esta otra vida que tengo, no me llevo bien con el mundo “adulto”, con su gente, con sus códigos.
Tonto y Re Tonto es justamente eso (si bien se trata de dos boludos y mi identificación va por otro lado) y por ese motivo es que me gusta tanto: porque habla de la libertad absoluta de dos amigos que mantienen su relación con el correr de los años exactamente igual a cuando eran pendejos. La 1 me fascinó por la escatología (la gloriosa escena del laxante, el pedo-llamarada, la lengua pegada al carrito de la nieve, el pajarito del ciego con el cuello encintado, el auto-perro, los mocos congelados), el placer de ver a un Jim Carrey en su más espástico esplendor y a un Jeff Daniels como la encarnación adorable del boludo alegre y tierno. Amo cada minuto de la 1, la venero y la revisito cada vez que necesito reírme y olvidarme de la mierda. Lloyd y Harry son dos amigos que emprenden un viaje y se divierten solos, sin necesidad de minas Hawaiian Tropic ni de nadie más. Son ellos haciendo boludeces ininterrumpidamente, y ahí está su encanto: en reivindicar la amistad más pura, más pueril, si se quiere, de dos tipos libres como niños, ajenos al universo adulto.
El encanto de Tonto y Re Tonto 2 está en retomar la amistad más pura, más pueril, si se quiere, de dos tipos libres como niños, ajenos al universo adulto.
Y Tonto y Re Tonto 2 retoma ese espíritu, con Lloyd y Harry ya grandulones, con patas de gayo y buzarda, pero con la esencia y el sentimiento vírgenes (entre otras cosas). Nuevamente, un suceso intrascendente los lleva a emprender un viaje, un tour de reencuentro (Lloyd pasó 20 años fingiendo estar catatónico en un psiquiátrico solo para hacerle una joda a Harry, que hasta llegó a incluir cambio de pañales cagados) pero con la familiaridad de siempre, como si no hubiesen pasado esos 20 años, ni para ellos ni para nosotros, los espectadores. Todo se vuelve familiar al instante, la química, los chistes (de nuevo el ciego con los pájaros pero en una escena de antología), las muecas, los enojos tontos, la reconciliación, la libertad, el juego de dos grandes imbéciles que no saben vivir el uno sin el otro.
Tonto y Re Tonto me retrotrae a mi vida de secundaria, a mi vida con mis amigas, a la cotidianeidad de la relación, al acompañamiento mutuo, al disfrute de cada cosa minúscula y enorme, a la que probablemente haya sido la época más libre y hermosa de mi vida. Porque, después de todo, para eso existen los amigos y para eso los elegimos, para que nos hagan la vida más fácil y para que nos devuelvan la libertad que alguna vez tuvimos.