Sólo para fanáticos
En 1994, los hermanos Farrelly eran unos ilustres desconocidos e irrumpieron en Hollywood con una comedia que hacía un culto del patetismo de sus dos protagonistas así como de la escatología y del mal gusto. El film fue incinerado por la crítica, pero se convirtió no sólo en un sorprendente éxito comercial sino incluso en el punto de partida de un nutrido subgénero con apuestas similares.
Dos décadas han pasado y tanto los directores como Lloyd (Jim Carrey) y Harry (Jeff Daniels) han envejecido. Sin embargo, contra todos los prejuicios, puede afirmarse que esta secuela no defrauda. Al menos, claro, para quienes disfrutan de este tipo de humor extremo, ampuloso, desatado, con esa apuesta al absurdo y al gag físico (slapstick) que proviene de Los tres chiflados y, más atrás, de los pioneros del género.
La trama, como siempre en estos casos es lo de menos: Lloyd sale de un estado vegetativo (y de un encierro de 20 años en un neuropsiquiátrico). Ya reunido con Harry, se enteran de que éste podría tener una hija adolescente, que podría ser la donante para un trasplante de riñón que él necesita.
Este ridículo punto de partida es el disparador para que ambos salgan de viaje y se lleven a todo y a todos por delante (muchas veces, literalmente). El estilo Farrelly es el de ir siempre por más, por todo. No hay límite, no hay freno. En medio de ese aluvión de desmesura e incorrección política surgen unos cuantos chistes logrados y situaciones hilarantes. Cada espectador sabrá si éste es el traje que mejor le calza.