Con la misma estética ochentosa y una historia efectiva en su esquematismo, la secuela tiene grandes escenas de acción, sin uso de pantalla verde y momentos emotivos para los que no conviene estar con la guardia baja; por sobre todo brilla su protagonista, entregado por completo a la historia.
Hay muchas maneras de mirar hacia atrás. En la vida puede utilizarse un espejo, dar una repentina media vuelta, o ejercitar un sutil y disimulado giro de cabeza; en realidad no importa cómo, sino para qué.
En el cine pasa más o menos lo mismo. Si las historias apuntan a retomar éxitos del pasado tiene que haber una buena razón, porque la línea entre el homenaje y el reciclaje de residuos es demasiado delgada. ¿Cuántos Matrix, Halloweens y Cobras Kai más hacen falta para que se den cuenta? Tom Cruise lo entendió y aceptó la mejor misión imposible de su carrera: repensar un ícono generacional como fue Top Gun sin caer en la autoparodia o, lo que es peor, en la autocompasión.
Para Pete “Maverick” Mitchell no ha pasado el tiempo. No solo parece haber hecho un pacto de eterna juventud sino que sigue con las mismas malas costumbres de siempre: no reconoce autoridad, es intrépido, arriesgado, usa las mismas camperas y anteojos de sol, e insiste en andar en moto sin casco.
Tres décadas después de su ingreso a los Top Gun, el destino lo coloca nuevamente en dicha unidad, pero esta vez como instructor de un grupo de jóvenes pilotos, reflejos de lo que él fue alguna vez. Estando del otro lado del mostrador –al menos durante el primer tercio de la película–, Maverick tiene que ganarse el respeto de una nueva generación con apodos de superhéroes que no sabe quién es, mientras los entrena para infiltrarse en terreno enemigo en una misión suicida inspirada sin disimulo en Star Wars.
Y ese no es su único problema. Porque uno de los mejores del flamante grupo de pilotos es Bradley ‘Rooster’ Bradshaw (Miles Teller), el hijo de su malogrado compañero Goose, que tiene con él una mezcla de rencor y asuntos pendientes. Entre su nueva tarea y el pasado que vuelve a él una y otra vez, Maverick encuentra apoyo en su amigo Tom “Iceman” Kazansky (Val Kilmer), y en Penny Benjamin (Jennifer Connelly), un amor fugaz que en la película original era mencionado al pasar.
A ese punto de partida es importante sumarle dos cuestiones que hacen al proyecto cinematográfico en sí. Por un lado, la estética ochentosa de la filmación, que va desde el diseño de los títulos de crédito hasta la fotografía y puesta en escena. Y por el otro, el expreso pedido de Cruise de que no se utilicen efectos digitales en las escenas de acción, imprimiéndole a la narración una sensación de realismo, ausente del cine contemporáneo, acérrimo militante de la pantalla verde.
El viaje al pasado termina ahí, porque Top Gun: Maverick tiene peso específico y méritos suficientes para sobrevivir sin apelar al original, incluso en muchos aspectos la supera. El guion, aunque esquemático, está mejor resuelto; las escenas de acción transmiten la dosis justa de adrenalina, y hay un par de momentos emotivos en los que no conviene estar con la guardia baja. Mérito del director Joseph Kosinski, pero especialmente de Tom Cruise. Porque si para Maverick “no es el avión, es el piloto”, en el caso de esta Top Gun no es la película, es el actor.
Cruise se sabe el último exponente de un star system entregado al entretenimiento a gran escala, y desde ahí construye esta propuesta consagrada al espectáculo efectivo y sin fisuras. La trama promete y cumple con dos horas y pico de acción sin respiro a cargo de un héroe de sonrisa inalterable, sin claroscuros ni graves conflictos existenciales que condicionen sus acciones. Lo dicho, todo “muy ochentas”.
El plus para los “adultos mayores” serán las referencias al film anterior, con especial atención a la presencia del personaje encarnado por Val Kilmer, antes antagonista y hoy compañero fiel. Es sabido que el actor padeció cáncer de garganta, y el tratamiento acabó con su voz. A raíz de esto es que se dudaba de que Kilmer pudiera participar de esta secuela. El problema se resolvió otorgándole al personaje la misma enfermedad y limitación. La aparición es breve, pero el diálogo que mantienen ambos, repleto de nostalgia, es uno de los puntos más altos de la película porque trasciende la historia: son dos compañeros pilotos (o actores, es lo mismo), colegas, rivales, que se encuentran una última vez.
Top Gun se estrenó en 1986 y, hay que decirlo, estaba muy lejos de ser una obra maestra. Y aunque en su momento fue el éxito de boletería, y lanzó a la gloria a su protagonista, la luz de su estrella fue menguando con el paso del tiempo, siendo recordada con cariño por los cuarentones que la vieron de chicos, e ignorada por los que vinieron después.
A la vista de esta secuela tardía, aquella se transforma en un ensayo de lo que debió ser. Se necesitaron 36 años y un Tom Cruise de vuelta de todo, ya no para darle un cierre a la historia, sino para reescribirla con mano maestra y coronar, ahora sí, una película que perdure en el tiempo.