Vuelva a ver, la primera Top Gun (que tiene 35 años) -y más allá de lo que dijo Tarantino sobre ser una película gay-, fue el primer intento de Tony Scott de una celebración del movimiento en el cine. No era, todavía, el gran Tony Scott de Imparable o Déjà-Vu, pero ya tenía algo en cómo mostraba el movimiento de cuerpos, gente trabajando y aviones en el aire. La historia no importaba nada. Tres décadas y media después, esta Top Gun es casi una remake con Maverick ya no como alumno sino como maestro, y con una tecnología muchísimo mejor que subraya todavía más el costado “documental de sensaciones” que la primera solo podía esbozar. Aquí es el aire, el espacio abierto, el sol, las nubes lo que importa. Y es Tom Cruise, que no es tanto un actor sino -la metáfora es la única posible- ese avión él mismo que nos une de la tierra del pagar una entrada al cielo del cine. Nada más importa, solo que haya un entramado suficiente para que el movimiento y el espacio nos rodeen un buen rato. No importa, tampoco, la nostalgia: aunque educado por el cine de los 80, este redactor no solo no es fan de la primera película sino que no compra vintage sino solo el cine que, del pasado o del presente, parece siempre contemporáneo. Esa es la diferencia entre aquella y Maverick: esta continuación es, a diferencia de su matriz, puro presente libre.