Volvió a Pete “Maverick” Mitchell (Tom Cruise), y está intacto. A casi cuarenta años de la entrega original, en la que descubríamos la historia de un piloto de avión de la armada de Estados Unidos, llega la secuela. El tiempo deja entrever las cicatrices abiertas que nuestro piloto aún no ha podido cerrar. Claro que sin perder nunca esa rebeldía que lo impulsó a ser el mejor de todos (y negarse a ascender de rango).
Lo cierto es que Pete es convocado para ser el instructor de una nueva generación de pilotos de élite, que deben sortear una misión suicida. Volando muy bajo y a través de relieves montañosos, deben eliminar una peligrosa mina antes de que comience a operar. Es así, que en el proceso debe volver a Top Gun, y a enfrentarse al hijo de su mejor amigo muerto, Goose. Una muerte que siempre llevó con culpa, y que aún no puede superar.
Un ahora Bradley Bradshaw (alias Rooster), protagonizado por Miles Teller, adulto que siguió los pasos de su progenitor; y que está furioso con Pete dado que este retrasó su entrada a la escuela de pilotos. En este contexto, Maverick deberá entrenar a estos jóvenes en un tiempo casi nulo, y desafiando a la burocracia de la armada. Él es consciente sus años, de su doloroso pasado y que debe hacer algo para recuperar la confianza de Bradley.
Top Gun: Maverick, se alinea casi orgánicamente a su antecesora, trayendo elementos del pasado y reciclándolos para brindarnos un nuevo show cargado de acción, y de lo más dinámico. Las escenas de vuelos son majestuosas, sin descuidar un guion que se adapta a las circunstancias genéricas. O sea, es una historia sencilla, cuadrada pero que respira nostalgia (entre personajes del pasado y la música), y cierta épica. Más allá de lo elemental del relato, aquí hay cine. Transpiramos junto a los protagonistas en cada vuelo, y también nos identificamos desde lo emocional. Un cliché sumamente disfrutable.