Una cultura que sobrevive con dignidad
Durante más de cuarenta años –desde 1964 y hasta el año 2008–, el caminante que circulaba cerca de la Plaza Canadá, en pleno Retiro, podía apreciar un altísimo tótem de origen canadiense, cortesía de uno de los más grandes talladores de la tribu Kwakiutl, habitantes originarios de las islas de Vancouver. Nunca restaurado, abandonado al punto del deterioro, el monumento fue tallado y posteriormente arrumbado en las dependencias de la Dirección de Monumentos y Obras de Arte de la Ciudad de Buenos Aires. Dos años atrás, luego de múltiples idas y vueltas burocráticas, el Gobierno de la Ciudad decidió encargar un nuevo tótem a Stan Hunt, uno de los hijos del artista de la obra original que, al día de hoy, sigue representando una tradición milenaria, la del tallado de árboles de cedro rojo. Si en Al fin del mundo –film que se ofrece junto a éste en un doble programa documental (ver aparte)– la directora Franca González viajó al extremo sur de la Argentina, a Tierra del Fuego, en Tótem gran parte del rodaje fue realizado en la orilla occidental del más norteño de los países americanos.
La intención original de Tótem era, previsiblemente, registrar el proceso de creación de la nueva efigie, desde la elección del árbol que serviría de materia prima hasta los últimos detalles del labrado y la pintura. La realidad lo impidió en forma de contraorden: en pleno rodaje, Hunt y González recibieron la noticia de que el pedido quedaba congelado hasta nuevo aviso. En lugar de abortar el proyecto, la documentalista y su equipo decidieron concentrarse en la figura del tallador, su trabajo, cultura y ambiente, ajenos a los avatares de los presupuestos para el área de cultura porteña, a más de 10.000 kilómetros de distancia de allí. El resultado es un film que adquiere su forma final a partir de una imposibilidad, surcando el territorio del documental de observación a partir de pequeñas viñetas cotidianas.
El film de González es documento y homenaje a un oficio, un arte y una tradición (allí están las imágenes en blanco y negro de un documental oficial de los años ’60, cuya engolada voz en off hace las veces de contrapunto a los silencios y pausas de Tótem) y, a la vez, retrato de una cultura que sobrevive con dignidad gracias al deseo íntimo de sus descendientes y a las favorables condiciones económicas y ecológicas de la región. Es también una suerte de ensayo para su siguiente proyecto, Al fin del mundo, cuyo planteo como registro documental resulta mucho más ambicioso y logrado. El final de Tótem, luego de que el encargo original retomara su impulso inicial, encuentra al flamante monumento de madera instalado en su nuevo hábitat. Bajo una persistente garúa, las imágenes talladas –rostros de misteriosos ojos, alas desplegadas al viento, manos que sostienen otras imágenes– no se inmutan ante esos nuevos y extraños sonidos: el español más porteño que pueda imaginarse.