Huellas e identidades
“Si escuchás a cuatro o cinco hombres trabajando en un tótem, golpeando al mismo tiempo, verás de dónde salió la música en los viejos tiempos”, afirma Stan Hunt, un tallador de cedro rojo, quien aprendió su oficio de su padre y de su abuelo, y pertenece al pueblo Kwakiutl, ubicado en el norte de Vancouver, cerca del golfo de Alaska. Stan tiene frente a sí un trabajo muy especial: el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires decidió reemplazar en el 2008 el tótem que Canadá le había regalado a la ciudad y que estaba ubicado en la plaza de la zona de Retiro que homenajea a ese país, ya que estaba mostrando una leve inclinación, lo cual suponía un riesgo para los transeúntes. Ese tótem había sido realizado por el padre de Stan, a quien ahora le encomiendan desde Buenos Aires realizar uno nuevo, que reemplazará al de su progenitor y que según él va a ser su obra más importante en sus treinta y cinco años de labor.
En Tótem, Franca González, al igual que en Liniers, el trazo simple de las cosas, vuelve a demostrar una gran sensibilidad para el registro de las labores cotidianas, que parece nacer de la sencillez para poner la cámara en el lugar adecuado y tomarse el tiempo justo para que surja la complejidad inherente que atraviesa los distintos procedimientos. Es entonces que el mismo Stan va explicando las características de los tótems y cómo fueron cambiando su propósito, pasando de ser monumentos que afirmaban quiénes eran las personas a contar quiénes fueron, mutando de documentos de identidad del presente a huellas del pasado. Y esto se combina con la observación para lograr un film que a su modo es narrativo, que relata y expone conexiones entre culturas dominantes y contemporáneas, que parecen mirar siempre hacia adelante, y culturas marginales, que pelean por sobrevivir a su modo, a través de representaciones que coquetean con lo ficcional, pero a la vez se sostienen en la realidad.
González también se permite ceder el protagonismo de su cámara, dejar que en determinado momento sean Stan y su gente los que hablen sobre sí mismos y sus trabajos, sobre el peso de los legados familiares y lo que ellos quieren legar. Esa decisión nace de las circunstancias burocráticas que obligan a cambiar el punto de vista y el propósito del documental, pero no deja de ser un gesto de generosidad y desprendimiento altamente atendible. Indudablemente, González supo no sólo descubrir durante el proceso de producción que habían otras cosas sobre las que focalizar la atención, sino que también era otra mirada la que se necesitaba aparte de la suya. Y ese es un gran mérito.
Se podrá criticarle a Tótem que en determinados momentos la música no ayuda y termina siendo demasiado didáctica. O que su anécdota inicial daba para seguir profundizando, tanto temática como estéticamente, en vez de detenerse donde lo hace. Pero lo cierto es que como documento cultural posee una potencia para nada despreciable, sostenida no sólo en su discurso oral, sino también en sus imágenes, plenamente cinematográficas.