El arte de la pasión
El melodrama suele ser un género complicado, entre otras razones por el nivel de codificación que ostenta: el público acostumbra ir a la sala de exhibición sabiendo exactamente lo que quiere, y el imperativo categórico del mercado ordena dárselo sin vueltas. Para colmo, el fantasma de la televisión acecha siempre desde las sombras, con sus culebrones fríamente calculados para orientar los sentimientos de la platea, con lo que el margen de libertad para el director se vuelve exiguo. Claro que el cine, como la vida en la que se inspira, siempre es más rico y heterogéneo, con lo que las excepciones pululan en todas las cinematografías, especialmente la europea. Y no parece casual que el mundo del espectáculo sea un tópico preferido de aquellos que plantean otro acercamiento al género: vale recordar a Joao Pedro Rodríguez con Morir como un hombre (2010) para vislumbrar las posibilidades que esconde este género muchas veces injustamente despreciado.
Otro buen ejemplo es Tournée, cuarta película como director del gran Mathieu Amalric (que probablemente esté ya fuera de cartelera, aunque próximamente se estrenará en el Cine Teatro Córdoba), nuevo hallazgo para esta especie que parece aprovechar el fascinante pero prohibitivo (al menos para el cine de inspiración hollywoodense) mundo del cabaret para ampliar sus posibilidades de acción. Galardonada con el premio a la puesta en escena (mejor director) del Festival Internacional de Cannes 2010, Tournée es una apuesta secretamente ambiciosa, ya que intenta sintetizar estilos y temas que suelen pensarse contradictorios: su economía formal se corresponde así con una trama de pasiones desbordantes, su elaborada puesta en escena esconde un espíritu documental, y su tono melancólico un humanismo feliz, decididamente celebratorio del mundo que retrata, aún en sus costados kitsch o grotescos. Amalric interpreta también a su protagonista, el productor y empresario Joachim Zand, cabeza de una troupe de estrellas de cabaret reclutada por él mismo en Estados Unidos que ha llevado a su tierra natal, Francia, para una prometedora gira que aspira a culminar en las grandes marquesinas de París. Se trata, como podrá adivinar el lector, de un perdedor hermoso, acaso un utopista que progresivamente se chocará con la realidad y deberá enfrentar su propio pasado, aunque nunca dejará de creer en sus voluptuosas estrellas, que por cierto son verdaderas actrices de cabaret (y lucen orgullosamente cuerpos orondos, que desafían los cánones de belleza contemporáneos). La gira se volverá cada vez más accidentada, mientras Joachim se reencuentra con las cuentas pendientes de su pasado como productor televisivo y hasta con sus hijos, y la troupe atraviesa sus propias incertidumbres, dramas íntimos de sus protagonistas o hasta alguna historia de amor.
Formalmente elegante, Tournée es políticamente lúcida y comprometida: Amalric se pone siempre del lado de sus protagonistas, por eso los espectáculos son filmados desde las bambalinas o desde el propio escenario, y cuando hay un plano frontal que replica la mirada del espectador, es siempre general y distante. El grotesco, cuando se hace presente, es humanizado desde la forma, ya que Amalric justamente busca reivindicar esos cuerpos excesivos y hermosos en su honestidad, así como también el mundo que los contiene: late aquí un espíritu comunitario que atraviesa toda la película (como en Go-Go Tales, de Abel Ferrara) e incluso la trasciende, pues se intuye que forma parte de sus condiciones de producción. Se trata sin dudas de una familia ampliada, como en cierto momento explicita su protagonista, que encuentra regocijo en la camaradería y el arte compartido, de allí la extraña felicidad que embarga a la película hasta en sus momentos más tristes, cuando estos seres se encuentren arrojados a la deriva. Por eso, las elecciones formales que predominan son los planos medios y los planos secuencia, que permiten habitar ese mundo tan estereotipado con la mayor transparencia posible, desde el respeto y hasta la fascinación: la propuesta es el juego colectivo y el espectador será el invitado privilegiado.
Por lo demás, si de melodramas hablamos, el Cineclub Hugo del Carril estrenará este fin de semana el gran filme del británico Terence Davies The Deep Blue Sea (en el ciclo “35 mm. de literatura europea”, ver en Agenda Cultural), una obra maestra de la luz que vuelve a demostrar que el sentido trágico de la vida no tiene que estar reñido con la exquisitez cinematográfica. Rachel Weisz interpreta aquí a Hester, una joven casada con un importante juez bastante mayor, pero que dejará todo por un aventurero del que se ha enamorado perdidamente. Corren los años 50 y, como siempre en el cine de Davis, la subjetividad de los personajes será atravesada por la historia, en este caso la Segunda Guerra Mundial. Aunque el centro del film estará en la odisea personal de Hester, enamorada apasionadamente de un hombre por momentos vulgar y violento, que no la quiere en los mismo términos y la llevará a pensar en el suicidio. El filme, empero, es una celebración del cine como arte mayor y por lo tanto de la vida: Davies propondrá una parábola donde repasará todos los estadios del amor, y al mismo tiempo ofrecerá una lección del cine como arte pictórico por excelencia, capaz de narrar a través de imágenes.
Por Martín Iparraguirre