El placer de reencontrar viejos juguetes
Ya la primera Toy Story (1995, dirigida por John Lasseter, auspicioso debut de Pixar en el largometraje) proponía una buena idea: contar una historia dirigida al público infantil desde el punto de vista de los juguetes, una manera de representar las fantasías de todo chico, para quien todo juguete –sobre todo si se trata de un muñeco o un animal– es visto como una pequeña criatura viviente. A esto se sumaba un impecable trabajo de animación generada por computadora, técnica que entonces era novedosa.
Después de una segunda parte realizada con la intervención de Walt Disney Pictures (en estos quince años hubo toda una serie de acuerdos y desacuerdos en torno a los vínculos de la compañía Pixar con la Disney), llega Toy Story 3, dirigida por Lee Unkrich (1967, Cleveland, EEUU), editor de las anteriores.
El recurso utilizado por los guionistas (Unkrich, Lasseter, Michael Arndt y Andrew Stanton) para volver sobre los mismos personajes es válido: Andy, el pequeño dueño de esos coloridos monigotes de plástico y goma, es ahora un adolescente que quizás deba deshacerse de ellos al ingresar a la Universidad y comenzar una nueva vida fuera de su casa. Esto los llevará a una serie de peripecias diversas e imprevisibles, hasta arribar a un final tranquilizador.
La sucesión de aventuras comprende momentos maravillosos, como el descubrimiento de la guardería, donde el espectador –aún el adulto– disfruta internándose, magia del cine mediante, en un espacio único y cautivante, rebosante de movimientos, formas y colores exquisitamente combinados. La creación de algunos nuevos juguetes (¡pobre el teléfono, víctima de aprietes!) y personajes (la nena vecina de Andy) son verdaderos hallazgos. En Toy Story 3 hay, también, situaciones verdaderamente graciosas: los juguetes literalmente atacados por los chicos de la guardería es una de ellas. Y, si bien la proyección en 3D no depara grandes sorpresas, el salto de Woody -el cowboy- desde un techo es una buena utilización de este artilugio.
En los pliegues de esta cadena de divertidos episodios pueden percibirse elementos característicos de la cultura estadounidense, desde las escenas en las que Ken desfila y baila música disco, o referencias que probablemente sólo capten los adultos (Woody suspendido de una cuerda como Tom Cruise en una famosa escena de Misión imposible), hasta el recurrente enfrentamiento entre buenos y malos, e incluso cierto discurso que Barbie proclama contra lo que podría considerarse un dictador (un oso aparentemente amable pero esencialmente rencoroso). La música, bien Disney, resulta omnipresente y sensiblera sobre el final.
Un tema que erróneamente podría considerarse extra cinematográfico es lo que algún crítico estadounidense había objetado ya en la primera Toy Story: la sobreexplotación comercial del producto. Las tensiones en torno a las expectativas comerciales no deben haber estado ajenas a la misma concepción de la obra: la ambigüedad moral de Barbie y Ken, por ejemplo (que finalmente no resultan tan frívolos), o la convencional escena de los juguetes tomándose de las manos frente a un peligro de muerte, parecen concesiones.
Sin dudas, debe haber por el mundo películas animadas tanto o más imaginativas que ésta, menos sujetas al modelo narrativo –y moralista– impuesto por el cine hollywoodense (las del japonés Hayao Miyazaki pueden ser un ejemplo). Pero, al mismo tiempo, hay que reconocer que, en cuanto a gracia y creatividad, el cine de animación en Estados Unidos -al menos teniendo en cuenta productos de la factoría Pixar como éste, Ratatouille o Wall-E-, se encuentra varios escalones arriba que el grueso de las películas de ficción que vienen haciéndose en los últimos años en ese país.