Como para jugarle todo al 3 a la cabeza
La tercera entrega de la saga es lo más parecido a un thriller paranoico y a una de terror gótico, que el cine para niños haya dado de Coraline para acá. El resto es pura aventura, con la convicción que sólo Pixar parece capaz de poner en el asunto.
Si se temía que Toy Story 3 no estuviera a la altura de las anteriores, conviene quedarse tranquilo, que está todo bajo control. Después de las terceras partes de Shrek y La era de hielo, el solo número 3, adosado al título de una película de animación, genera lógicos recelos. Pero Pixar es otra cosa. Así que a ajustarse los cinturones, porque la nueva Toy Story vuelve a hacer de la pantalla de cine aquello que un señor llamado Sam Fuller pedía que fuera: un espacio para el amor, el odio, la acción, la violencia, la muerte. La emoción, en suma. ¿Todo eso, con unos muñequitos de computadora? Si queda alguien que siga viendo a Woody, Buzz y sus amigos como simples muñequitos, es que Toy Story nunca le hizo efecto.
El fantasma de la caída en desuso sigue acosando a los chiches de Andy. Primero fue la llegada de ese competidor 2.0 llamado Buzz. Después, la amenaza de terminar en un museo. Ahora el peligro pasa por convertirse en chiche de guardería, zamarreado sin asco por una parva de preescolares desaforados. Como toda secuela responsable, en lugar de pretender disimular el paso del tiempo, Toy Story 3 hace de él uno de sus asuntos centrales. Once años pasaron desde la última vez que el espectador tuvo ocasión de estar con Woody & Cía. Tanto tiempo, que ahora Andy tiene 17 y está por partir a la universidad. Hace rato que su hermanita dejó de ser un bebé, el perro es un vejete artrítico, el papá sigue sin dar señales de vida (uno de los grandes misterios de la saga), y no hay para los juguetes más alternativa que la basura, el altillo o la donación. Irán a parar a una guardería llamada Sunnyside, donde niños y chiches conviven en paz. ¿En paz? No tanto: los de la salita que les toca a ellos son unos salvajes que revolean al salchicha Slinky, le arrancan las orejas al matrimonio Cabeza de Papa y hacen asustar más que de costumbre al dinosaurio Rex.
¿Es Sunnyside el paraíso soleado que su nombre se empeña en sugerir? ¿Es el peluche Lotso el oso cariñoso que aparenta ser? ¿No resulta algo siniestro ese bebote de bombachón que lo secunda, de párpado caído y andar bamboleante? Escrita por tres veteranos de la casa (Lasseter, Stanton & Unkrich), junto al extrapartidario Michael Arndt (guionista de Little Miss Sunshine), Toy Story 3 termina siendo lo más parecido a un thriller paranoico, y a una de terror gótico, que el cine para niños haya dado de Coraline para acá. El resto es aventura, con la convicción que sólo Pixar parece capaz de poner en el asunto, en tiempos en que ese impulso fue reemplazado por las rutinas del cine de acción. Aventura, desde el momento en que Buzz y los demás están a punto de ser tragados por el camión de la basura y Woody se lanza en su rescate, hasta la tremenda secuencia del triturador y el horno, que empuja las maratones finales de tantos films-Pixar hasta el borde mismo del horror y la tragedia.
Si esos momentos límite dan pie a una emotividad desembozadamente clásica, los personajes de Ken y Barbie –que andan intercambiando cursilerías por los rincones– ponen a esta Toy Story en línea con un sarcasmo alla Shrek. Bajando del ascensorcito lila que se hizo instalar en su casa de muñecas, vestido al tono y con pañuelito al cuello, Ken (voz de Michael Keaton en la versión subtitulada; Mike Amigorena en la doblada) hace pensar en un Liberace joven, que invita a Barbie a conocer su imponente vestidor. También parece de Shrek el Buzz Lightyear andaluz y flamenco, producto de una falla de reseteo, que recuerda al Gato con Botas de Antonio Banderas. Pero mientras las películas del ogro hacen descansar su pereza sobre el chiste y el gag, la tercera Toy Story honra la tradición Pixar, integrando esos elementos al conjunto de la narración. Narración que, como de costumbre, cohesiona con sabiduría componentes de lo más dispares. Ver, por ejemplo, la admirable fusión de parodia, tristeza y espíritu dark del flashback en el que el payaso Risas evoca el día en que él, Lotso y Bebote fueron abandonados para siempre.
Otra tradición de la casa honrada por Lee Unkrich (quien, tras desempeñar infinidad de tareas en casi todas las películas de la compañía, debuta aquí como realizador) es la funcionalidad con que la técnica se incorpora al relato. Hasta el punto de que es necesario tocarse los anteojitos para recordar, durante la proyección, que Toy Story 3 se exhibe en 3-D. Se diría que no vale la pena hacerlo. Podría distraer de lo que verdaderamente importa: el juego de lealtades y traiciones, la pregunta por la sobrevivencia, el duelo que la pérdida del dueño genera en un juguete. Porque quien no sea capaz de concebir las emociones de un chiche, más vale que huya de cualquiera de las doscientas salas en las que hoy se estrena la película que le devuelve su grandeza al número 3.