Juguetes contra el paso del tiempo.
Toy Story es una de las mejores sagas del cine animado. O dejemos de lado la subcategoría: es una de las mejores trilogías del cine, y punto. Si la primera era el indicio más que claro y firme del advenimiento de la animación computarizada, la segunda iba al infinito y más allá. Combinaba todo el humor, el amor por la aventura y los personajes entrañables que sólo Pixar nos sabe ofrecer. En menos de 20 años, la productora no solo ofreció 2 buenas películas, sino 11. Algunas son obras maestras, y ahí empezarán a discutir todos. Que es Toy Story, que es WALL-E, Up, Los increíbles. Está bueno: se discute sólo para saber cuál es la mejor, siendo todas de una calidad sorprendente.
Sergei Eisenstein, el director del El acorazado Potemkin (una de las más importantes películas de la historia) dijo después de ver Blancanieves y los siete enanitos, que era le mejor película que había visto en su vida. Y es que el cine de animación, cuando está bien hecho, no tiene barreras, salvo la imaginación de sus creadores. Podemos estar en el interior de una ballena, en el hombro de un robot gigante, llegar al mundo de la Navidad, e incluso tener una batalla en el cielo con perros pilotos. Todo es posible. El reto está, claro, en lograr que el espectador se pueda encariñar con ellos.
Es fácil encariñarse con, digamos, un animal que habla. ¿Pero con un juguete? No recuerdo una película live action donde haya sentido la mínima empatía hacia un muñeco. Con Toy Story es diferente. Nos creemos que Buzz, Woody, Ham, y todos los demás tienen vida. Y qué mejor que el final de esa película para comprobar que sí, realmente están vivos.
El comienzo de Toy Story 3 es explosivo. Una persecución impresionante. Woody, Jessie, y Buzz persiguen en el Lejano Oeste (¿estará Ethan Edwards por ahí?) a los malvados de turno. Después, el truco se devela: toda la aventura, era la imaginación de Andy, mucho más que un dueño. Un amigo, para los mismos juguetes. No hay cinismo en esto: al contrario, un profundo e inquebratable amor por la imaginación y el espíritu del niño. No es casualidad que todos los personajes más memorables guarden un niño interior.
Esas aventuras, en un montaje con filmaciones caseras, van desapareciendo. Andy, claro, crece. Lo insoslayable, terrible, y trágico de la serie, es que los juguetes no parecen expirar por causas naturales. Y los chicos que acompañan, se olvidan de ellos. Así, muchos de los viejos y queridos personajes ahora ya no están. Vaya uno a saber qué pasó. Sólo quedan los principales. Guardados en un baúl con cosas inútiles. Un último intento de llamar la atención de Andy los prepara para la cruda realidad: el muchacho ya creció. No los necesita. Irá a la Universidad, y ellos probablemente pasarán el resto de sus días (¿¡cuántos?!) en el ático. Pero bueno, siempre existen otras posibilidades, y estás tienen que ver con ser donados.
Y la principal aventura, esta vez, será escapar de Sunnyside, una guardería infantial gobernada por el despóta Lotso, un osito para nada cariñoso que recuerda a Capataz de Toy Story 2. Todo este set-up es un festín para recordar viejos clásicos como Stalag 17 de Billie Wilder, o El gran escape con Steve McQueen. No: no es la primera película animada para chicos en hacer esto. Pollitos en fuga también tenía referencias muy similares. Quizás donde la película no termine de convercerme del todo es en todo este intermedio. Sí: está muy bien, es gracioso, divertido y memorable. Pero hay algunos chistes que se repiten y la inspiración no parece ser tan alta como fue en la anterior (me acuerdo del cruce de la calle, magistral secuencia de acción y humor). Hay presentación de nuevos personajes (Barbie y Ken, quienes están totalmente justificados con la historia) y situaciones por demás simpáticas. El último acto del film si recupera toda la energía, tensión y carga dramática. Pero de nuevo: esta crítica es mía y quien no tenga problemas con el resto, seguramente verá una obra maestra.
Quizás el único aspecto técnico que podría reprochar es la banda sonora de Randy Newman. No es demasiado inspirada. Sólo el tema del osito Lotso (que rememora a John Barry en Perdidos en la noche) se destaca. Luego, claro, acompaña las referencias cinéfilas y secuencias totalmente sorprendentes, como ese escape de la incineradora, donde más de uno deberá aguantar las lágrimas. Otra de las críticas va hacia los mismos juguetes que ahora aparecen en pantalla. Pareciera que en lugar de inventar, se dedicaron a llenar la pantalla de juguetes conocidos como para que el espectador ávido los reconozca. Sin ir más lejos, el villano Lotso es un Lots-o-huggin bear.
El primer fotograma y el último antes de los créditos finales, son idénticos. Sin arruinar nada, se puede decir qué se ve: varias nubes, idénticas en forma y tamaño. Claro: lo primero es la imaginación de Andy, que crea un mundo de amistad, acción, compañerismo, tensión. Al final, no, es la realidad. Pero al mismo tiempo, es la visión del mundo de un alma sensible, o mejor dicho, el trabajo de varios artistas. Así, con esa magia incadescente, atemporal, comienza y concluye esta maravillosa historia. Que en definitiva, no es otra cosa, que el cine mismo.