Rompieron los juguetes. Rompieron Toy Story. Rompieron Pixar. Siguen intentando romper el cine. Y, ante la respuesta frenética, masiva, fanática de público y de los medios, se puede inferir que el terreno está preparado, cada vez más preparado para el advenimiento de la tierra arrasada. Se habla de Toy Story 4, se habla de Toy Story 4, se habla otra vez de Toy Story 4, se ve Toy Story 4… ¡con urgencia! Hay que verla ya, pero ya, y hablar de los récords. Esta crítica, claro, será una ínfima parte del problema de la omnipresencia, otro texto más sobre la película. Pero ante la constatación estupefacta, luego de una experiencia tediosa ante una película-engendro, de que las 48 –il morto qui parla– críticas listadas en el sitio Todas las críticas -al menos hasta el miércoles 3 de julio a la noche- eran “positivas” -es decir, igual o arriba de 60 puntos sobre 100-, pensé que una opinión en disonancia quizás fuera pertinente. No por la mera disonancia, claro, sino por la convicción de que Toy Story 4 ni siquiera comparte estirpe cinematográfica con las tres primeras. Aclaro que algunas de las críticas listadas, las de 60 puntos sobre 100, tenían objeciones muy pertinentes, como las que formularon Santiago García, Natalia Trzenko y Marina Yuszczuk.
Toy Story 3 era, con claridad meridiana, la mejor de la saga, lo mejor de Pixar, una película que continuaba la tradición del cine clásico americano, con John Ford, Don Siegel y otros grandes como referentes no forzados sino más bien como respiración, como modo de ser y de conectarse con el mundo. Una película que entendía el legado del cine, que era un cierre honorable, un final con las imágenes del final -la muerte- incluídas y superadas en su relato. Los temas estaban organizados, narrados con riqueza, hechos trama: había cohesión. Sobre Toy Story 3 escribí en su momento una extensa crítica para El Amante, y allí, entre otras cosas, decía que “la infancia y su imaginación incandescente, el fin de la infancia, las mudanzas, los cambios de todo tipo, las despedidas; todo eso está impregnado del movimiento más vibrante y está contado con gracia, con ideas visuales y chistes para cada personaje. Los personajes son muchos, pero jamás se llega al burocrático desfile de meras astucias, porque todo está integrado y entramado con tensión, amor e inteligencia, los ingredientes del cine superior.”
En Toy Story 4 no hay tensión ni entramado, la película recomienza a cada rato, es un relato a la intemperie pero pedestre, y paradójicamente con un techo muy bajo. Película crasa, doméstica y domesticada, no progresa narrativamente y cambia de foco según le convenga a su progresión apenas mercenaria: las secuencias se vuelven innecesarias, una mera acumulación de movimientos espacialmente atolondrados, poco claros, una sucesión de chistes -algunos, claro, más o menos se arman-. La película carece de tema aglutinante, o tal vez esté repitiendo en forma de balbuceo algunos de los núcleos temáticos de la tercera entrega, y resucita e infla a un personaje menor como la pastora en modo acomodaticio y lamentable, con una situación del pasado agregada, injertada de una forma tan extemporánea que debería hacer sonrojar a sus creadores, o más bien a sus responsables. Si querían ponerse a tono con las correcciones políticas del momento, ¿No podían inventar un personaje? ¿No podían hacer que las acciones orbitaran alrededor de las pretendidas ideas, que el discurso superficialmente expuesto a la moda se conectara narrativamente con otra cosa? ¿Les daba miedo poner algún malo? ¿Les daba miedo incluso reírse de ser acomodaticios? Todo van rompiendo, todo, y no eran juguetes ya rotos. ¿No era suficiente el “mensaje” que habían acumulado para encima meter a “la nena perdida” sobre el final? (esa es una escena que vivirá en la infamia) ¿No podían parar unos segundos esa música conductista, indigna, lacrimógena, extorsiva, chotísima? No, se ve que no podían, o que ni les importó. Está claro que Pixar ya no es lo que era, lo que fue y supo ser, y quizás ya no sea nada más que una marca para vender naderías -porque antes solían vender creaciones, relatos, cine, memorias, deseos-, tremendamente asustada ante la mera posibilidad de tener identidad, ansiosa de amoldarse a los discursos de la época, de acomodarse y, sobre todo, de hacer lo que vienen haciendo cada vez más desde Intensa-Mente: dejarse asesorar y dominar por la psicología y sus más recientes “novedades”, en una entronización anti cinematográfica y una traición como pocas. En este texto, yo oponía a Toy Story 3 frente a Intensa-Mente. Ahora Intensa-Mente ha copado, envenenado a Toy Story, que la imita y así se humilla ante una y otra y otra revelación de pacotilla. El director de esta cuarta Toy Story es uno del montón de guionistas de Intensa-Mente, pero en realidad ya no parece importar quién hace qué -leer sobre el modo en que se pergeñó Toy Story 4 es una experiencia penosa-. A este cine ya no lo hacen personas; lo hacen, como nunca antes, unas corporaciones que, para seguir siendo poderosas y dominantes, hacen las cosas más cobardes, dicen lo que suponen -y hacen estudios y estudios- que se quiere escuchar y rompen los juguetes, la ilusión, el cine, la imaginación. En su lugar, venden manuales de autoayuda con guiños para aclarar cualquier cosa ya clarificada. Toy Story 4 no entiende el legado del cine ni el de las tres películas anteriores, ni el de Pixar ni el de John Lasseter: entiende meramente de herencia, de franquicias, de marcas ya conocidas, de vender con urgencia antes de que sea posible darse cuenta de la estafa, del asalto a la ilusión.