Una nueva película de Toy Story generaba desconfianza: ¿por qué reabrir una saga que en su tercera entrega alcanzó el pico máximo de coherencia? Andy regalándole sus juguetes a Bonnie para que estos continúen un legado suprimía ese miedo histórico al olvido.
La trilogía proponía variaciones del mismo fantasma en escalas de gravedad: dejar de ser el favorito, petrificarse como objeto de colección, terminar siendo un desecho. Un nuevo niño adoptando los juguetes exorcizaba el fantasma y postulaba la sabiduría de lo cíclico. Se proponía el traspaso como forma de cambio y continuidad para personajes que debían lidiar con una eternidad ajena a lo humano.
Parte de la maestría de Pixar fue hacer coincidir una vida (la de Andy y la nuestra) con la cronología de los estrenos. Reflexión sobre el tiempo similar a la del cine de Richard Linklater, en donde los juguetes aprendían que cambiar de dueño no era una traición, sino una manera de intensificar esa lealtad por algo que los excedía: la finitud humana.
¿Qué propone Toy Story 4? Consciente de su encrucijada, la saga pergeñada por John Lasseter descentraliza a los humanos y se concentra en el sentimiento de comunidad que rige entre los juguetes. Los niños siguen presentes pero no como motivaciones inmediatas, sino como un Otro.
Relegándolos a un deseo abstracto, los guionistas adoptan un sesgo existencial y piensan cómo los juguetes podrían carecer de propósito y tener que reinventarse. Ya no es el miedo al olvido lo transversal de la saga, sino la angustia ante la libertad. Hay aquí un verdadero giro copernicano en el espíritu de Toy Story: de la lealtad a una entidad suprema (el niño) nos trasladamos al trauma del individualismo flotante.
Será el personaje de Forky quien condense en un primer momento este conflicto: un muñeco fabricado con basura. Es decir, un juguete hecho con lo que antaño simbolizaba la muerte.
Forky es un pastiche que no entiende el mundo y debe descubrirlo desde cero para tomar decisiones. El personaje, además de cargar con la metáfora del filme, es descabelladamente gracioso.
Cierta escena quizás pase desapercibida pero funciona como puente entre la trilogía y esta nueva obra: Woody y Forky caminan por la ruta, el trecho es largo y Woody le traspasa su historia. La comprensión del pasado y de la función de los juguetes activa en Forky una conciencia individual y colectiva. A partir de esa escena, Toy Story 4 no deja de cuestionar sus valores.
Es por ello que ya no hay largas y grandilocuentes cruzadas como en las películas anteriores: todo se desarrolla a corta distancia, entre un parque de atracciones y una casa de antigüedades, dos espacios de consumo y elección: uno de experiencias y otro de nostalgias.
Los juguetes de Toy Story 4 dejan de moverse en manada para encontrarse y desencontrarse y tejer microaventuras que de casualidad se sincronizan. Hasta la figura de los humanos queda disminuida: Woody usa a una niña para escapar de un peligro e inmediatamente la abandona; un dúo de nuevos personajes tiene la fantasía de romper el pacto de mostrarse inanimados, y el unicornio de felpa de Bonnie manifiesta el deseo de ver al padre de la niña en la cárcel.
En apariencia, dinámica, humor y excelencia de animación, sigue siendo una película de Toy Story, pero en el fondo es algo distinto y rupturista, que pone en suspenso lo construido durante más de dos décadas.
¿Un canto a la libertad, un llamado a la desobediencia, el respeto ante el enemigo, la aceptación de la caducidad, una oda al neoliberalismo? Quizás sea todo esto junto sin orden de prioridad; eso explicaría por qué su desenlace es tan emotivo como incómodo, una transvaloración de todos los valores.