Crecer no era una trampa
A 24 años de su inicio, en Toy Story 4 Woody y Buzz pierden los miedos. Es un mundo adulto, donde la verdadera amistad atraviesa años y distancias.
A mi oso Pulgoso, que nunca se fue de casa
En las últimas páginas de la segunda novela de Winnie the Pooh, escrita en 1928 por A.A. Milne, el niño Christopher Robin le pregunta a su oso adicto a la miel: “Pase lo que pase tú lo comprenderás, ¿no?’’ Pooh le responde con otra pregunta: “¿Comprender qué?” Christopher Robin decide no explicarle que alguna vez, cuando él se vuelva adulto, ya no jugarán juntos. Prefiere no revelarle ese futuro para protegerlo de la angustia que podría provocarle esperar dicho momento, sentir la amenaza en la nuca de felpa de que en cualquier momento llegue ese temido día. Pero también porque Pooh posiblemente nunca comprenda que Christopher Robin ya no quiera jugar con él. La trilogía de Toy Story gira alrededor de ese miedo que carcome el plástico y el relleno de wata de los juguetes, en especial de Wood, el vaquero de trapo que supo ser el mejor motivo para levantarse que tuvo Andy durante su infancia. Desde la primera película, dirigida en 1995 por John Lasseter (y guionada por Joss Whedon, Andrew Stanton, Joel Cohen y Alec Sokolov), el temor más profundo de Woody era dejar de ser querido por quien él más ama: Andy. La tristeza invadía su piel de tela cuando un juguete nuevo, Buzz Lightyear, aterriza en la habitación del niño para quitarle su lugar de privilegio. Lo que comenzaba como un conflicto de rivalidad entre el juguete clásico y la gran novedad que salía en una publicidad de la televisión se convertía en un relato sobre la amistad y el compañerismo entre dos desconocidos que conformarían, finalmente, la mejor dupla.
Como decía el mismo Lasseter, Toy Story es una típica buddy movie donde dos personajes muy distintos deben dejar sus diferencias a un costado para resolver juntos un problema, y salvar sus pellejos de los experimentos fatales del vecino Sid. En esa lucha conjunta aparecían crisis existenciales e interrogantes que Woody debía iluminar para darle calma a cada juguete, pero en especial a Buzz, el Guardián Espacial de la Unidad de Protección Universal que asegura ser un astronauta de verdad y no un juguete. “Ser un juguete es mucho mejor que ser un Guardián del Espacio. En esa casa hay un niño que piensa que eres lo máximo. Y no es porque seas un Guardián del Espacio. Es porque eres un juguete. Eres su juguete”, le decía Woody a Buzz, resaltando la magia que significa ser un juguete, a pesar de que, como el comercial informa, no pueda volar. ¿Quién necesita volar si se puede caer con estilo? El primer largometraje de Pixar, que también fue el primer largometraje en ser realizado completamente por computadora, logro construir en sus 110.000 fotogramas y 1570 planos los primeros personajes del estudio de animación que se volverían merchandising. Consiguiendo encontrar un Andy en cada niño que lo adopte en una juguetería o gran supermercado. Ganándose un lugar no solo en los infantes, también en muchos adultos que crecieron junto a Rex y Cara de Papa, y tanto otros que no sintieron la necesidad de ser niños para decidir adoptar a Slinky, el perro con cuerpo de resorte.
¡Eres mi alguacil favorito!
Todo comenzó en 1988, con el corto ganador del Oscar Tin Toy, dirigido y guionado por John Lasseter. En esos cinco minutos se condensa la esencia de la futura Toy Story: un pequeño juguete llamado Tinny es perseguido por un bebé por una habitación. El hombrecito orquesta hecho de hojalata teme que su dueño lo babeé y lo rompa en mil partes, al igual que los otros juguetes que se esconden bajo la cama. Pero cuando por fin consigue refugiarse el bebé se golpea contra el suelo, y el llanto desconsolado lo conmueve tanto que, a pesar del riesgo, Tinny abandona su lugar seguro para hacer reír al bebé. Una atención que solo dura segundos, hasta que el bebé prefiere jugar con la bolsa donde llegó su nuevo juguete en vez de con el propio Tinny. Ese vínculo, a veces amoroso y otras veces salvaje, entre personas y juguetes, atraviesa todas las películas de Toy Story. Pero a medida que se agregaban películas a la saga el foco se ponía cada vez más en la relación entre juguetes. Los de siempre y los recién llegados. Todas las películas de Toy Story hablan sobre el paso del tiempo y sus consecuencias.
La secuela de 1999 enfrentaba a Woody por primera vez con la idea de que algún día Andy dejará de ser un niño. “¿Creés que Andy te llevará a la Universidad? ¿O a tu luna de miel? Andy está creciendo y no puedes hacer nada al respecto”, le lanzaba, con un poco de saña, un juguete desde su empaque al preocupado Woody. Y ante el miedo de confirmar ese abandono prefería ser él quien abandone a Andy, decidiendo acompañar a un grupo de juguetes vintage a un museo en Tokio. Es ahí donde los roles de la anterior Toy Story se invertían, y esta vez era Buzz el encargado de transmitirle la palabra justa: “En alguna parte de tu relleno hay un juguete que me enseñó que la vida vale la pena solo cuando eres amado por un niño, y he viajado hasta aquí para rescatar a ese juguete porque creo en sus palabras”. Woody volvía a casa, a los brazos de Andy, sabiendo que no puede evitar que Andy crezca, pero, a pesar del enorme fantasma del olvido, no quiere perderse vivir ese período junto a él. “Será divertido mientras dure. Además, cuando todo acabe tendré a Buzz Lightyear para que me haga compañía en el infinito y más allá”, pronunciaba con emoción el vaquero en los últimos minutos, llevando a la habitación de Andy nuevos juguetes que desean un hogar. Es un ritual que se repetirá en cada Toy Story, agrandando la familia y la imaginación en los futuros juegos.
Toy Story 3, ya no dirigida por Lasseter sino por Lee Unkrich, materializó en 2010 el mayor temor del vaquero con cuerda: Andy dejó de ser un niño y debe marcharse a la universidad. Y no solo creció Andy: todos los niños de la generación de mediados de los 80 nos convertimos en adultos a la par del amigo fiel de Woody. El destino de los juguetes era incierto, mientras dormían de aburrimiento olvidados en la oscuridad de un cofre. Como las anteriores películas, el cierre de la trilogía nos invitaba a un sinfín de aventuras donde, a pesar de todos los obstáculos y algunos personajes malvados, los juguetes lograrían volver a casa. A la habitación de Andy, pero esta vez solo por un rato. El niño devenido en adulto donaba sus tan queridos amigos a Bonnie, una niña que sabía cuidar a los juguetes con tanto amor como lo hizo él. Pero antes de despedirse, Andy jugaba con Buzz, Rex y Slinky por última vez. Y Woody forzaba las cosas para quedarse con sus compañeros de plástico, junto a Bonnie, aunque eso implique separarse de su persona favorita en el mundo, Andy.
¡Hay una serpiente en mi bota!
Toy Story 4, dirigida por Josh Cooley, llega para poner en crisis varias certezas de la ex trilogía. La familia ensamblada de juguetes vive en el cálido cuarto de Bonnie, quien, a pesar de tener muchos años de infancia por delante, ha dejado de jugar con el vaquero de chaleco marrón, dejando que se llene de pelusas en el fondo del armario. Ahora Woody sufre por el rechazo de Bonnie, y también por la nostalgia que siente por Andy, al compararlo constantemente con la niña que se quedó feliz con ellos. La cuarta secuela pone en escena, como siempre, los traslados. La saga estuvo marcada por mudanzas, viajes, campamentos. Una adaptación constante que refleja el movimiento, simbolizando entre fotograma y fotograma el pulso de la vida que no se queda quieta. Un juego de la silla donde cada vez que nos cambiamos de asiento ya no somos los mismos. Pixar también creció a la par de las películas de Toy Story, de Andy y Bonnie. En cada estreno se podía comprobar el salto evolutivo de la animación CGI: cómo lograron mejorar los pelajes de los perros, la textura de la piel de los humanos, las luces y sombras de los juguetes y las terminaciones de los escenarios, secuela a secuela cada vez más ambiciosos.
El cierre de la saga, nueve años después de Toy Story 3, es el punto más alto en técnica de animación. Se incluyen en la trama muñecos antiguos que giran su cabeza como Linda Blair en El exorcista, peluches con ojos saltones que esperan ser adoptados en un juego de parque de atracciones y una clase de juguete que hasta ahora no había sido parte de esta extensa historia: un personaje construido por la propia Bonnie. Por primera vez, en Toy Story se habla de la importancia de los juguetes que no se compran sino que se crean con pegamento, alambre revestido, palitos de helado y un cubierto descartable. Un juguete que es realmente único, y donde no se necesita dinero para tenerlo. El tenedor con boca de plastilina bautizado Forky no se siente juguete, asegura ser parte de la basura. Si en los inicios de la saga era Buzz quien tenía una crisis existencial, ahora es Forky quien deberá atravesar una gran aventura para quererse y dejarse querer bajo su nuevo rol. Woody, resignado a que lo vuelvan a elegir, opta por ocuparse de perseguir a Forky a sol y sombra, asegurándose de que esté siempre al lado de Bonnie, la niña que ama al tenedor devenido en juguete tanto como Andy adoraba al vaquero de trapo.
¡Las manos bien altas, hacia el cielo!
Mientras los problemas se abren paso, será un personaje femenino el que esta vez tome el mando: Bo Peep. La muñeca de porcelana que cuidaba de tres ovejas junto al velador abandonó la opresión del vestido de época para andar en pantalones por un parque de diversiones, trepando maquinarias y atravesando el paisaje adentro de un zorrino a ruedas. Es acá donde aparece otra idea poco explorada en el pasado de la saga: el juguete que disfruta de la libertad de no tener dueño. Ella pone en duda la certeza que repite una y otra vez Woody: tener nombre en los zapatos te hace un juguete importante. El reencuentro entre Bo Peep y el vaquero, luego de nueve años sin verse, lo arrinconará a Woody a formularse preguntas que jamás se animó a pensar. El director Josh Cooley muestra a juguetes perdidos que no sufren por no tener el nombre de sus dueños escrito en los zapatos. Al contrario, están orgullosos y felices de conocer distintos niños todos los días, sin por eso sentirse poco queridos.
¿Por qué hacer feliz a un solo niño si se puede alegrar a miles? Los juguetes no son propiedad sino simplemente sonrisas compartidas. Esa idea se planteaba tímidamente en Toy Story 3, en los rincones de la guardería, pero asomaba la nariz el rencor de varios muñecos por ser abandonados por sus dueños. La competencia entre ellos, la desesperación por ser elegidos, el dolor por ser en un futuro olvidados, solo permitía interpretar a esa escena como una vida desoladora y vacía. Toy Story 4 refuta esa convicción tan cerrada y dibuja otras posibilidades de emociones menos tajantes. Esta vez no son los niños quienes maduran, son los juguetes. Woody entiende, por fin, que para dejar de tener miedo debe dejar de aferrarse a él. Animarse a descubrir su camino, ser independiente de las decisiones ajenas. Más allá del vínculo entre niño y juguete, entre Andy y su vaquero de trapo, la saga de Toy Story se trató siempre de la entrañable amistad entre Woody y Buzz. Por eso, cada desenlace de la trilogía culminaba con ellos dos, diciendo que, sin importar lo que pase, estarán juntos, hasta el infinito y más allá.
En esa frase que los une existen otros cuerpos además de los juguetes: durante 24 años Tom Hanks, quien le pone la voz a Woody, y Tim Allen, la voz de Buzz, trabajaron a la par y se cuidaron entre sí como lo hicieron en pantalla el vaquero y el astronauta. Cuando los directivos de Disney dudaron en seguir trabajando con Allen tras haber sido arrestado por conducir borracho e internarse en una clínica de rehabilitación, Tom Hanks amenazó con renunciar si su compañero perdía su papel. Buzz Lightyear es Tim Allen, con todo lo que el actor cargue encima. Gracias a la intervención de Hanks, Allen volvió a ser contratado, y lo siguió siendo hasta el último film de la saga, Toy Story 4, siendo protegido Buzz por Woody como desde la primera película.
Luego de dos décadas y media, esta vez es Buzz quien tiene que defender a Woody de sus propios miedos, aunque esa acción implique perder a su gran amigo. Lo más valioso de esta Toy Story es el hecho de resaltar que no permanecer juntos no implica estar separados. La amistad verdadera trasciende las distancias y el paso del tiempo, y sobre todo la necesidad de la presencia física. Comprender ese concepto tan complejo es justamente ser adulto. Woody nunca se olvidará de Andy, y Andy siempre pensará en su vaquero. Al igual que nosotros y nuestros amados juguetes. Al infinito y más allá.