(In)Trascendente
¡Semejante título! Desde su nombre, Transcendence: identidad virtual parece declamar al espectador con un tono sobrio, conceptual. La TRASCENDENCIA, ese tema tan longevo como la historia sobre el cual se ve tentado más de un artista por tratar de abarcarlo, se presenta como una tentación inevitable para quienes osen sumergirse en sus profundas y pantanosas aguas. La cuestión es que ante semejante ambición, el problema radica en que hay que saber desmarcarse del desarrollo del concepto y profundizar sobre los personajes que se enfrentan a este dilema. De lo contrario, se tiene el desarrollo de un concepto que engloba a personajes que son marionetas en tramas vacías, sin vida. Lo que sucede con la ópera prima de Wally Pfister, experimentado director de fotografía que trabaja a menudo con Christopher Nolan, es que hay una tensión constante entre el bodrio conceptual al que habría podido caer y la narración de ciencia ficción con personajes interesantes que podría haber sido. ¿El resultado? Un film irregular con hermosos encuadres pero una pésima edición, personajes chatos, climas que nunca terminan de desarrollarse y actuaciones que no pueden nadar con la corriente en contra y terminan hundiéndose.
Seamos justos: la historia tenía potencial en su concepción, a pesar de que presenta semejanzas con muchas otras. Will Caster (Johnny Depp), un brillante científico, crea una forma de entidad artificial pero, a raíz de un atentado que lo pone al borde de la muerte, no podrá culminar su investigación. Para salvarlo, su esposa, Evelyn Caster (Rebecca Hall), propone la posibilidad de utilizar su humanidad para unirse a esta entidad y así trascender la mortalidad. Por supuesto, se corre el riesgo de matarlo en el proceso (de lo contrario, ¿dónde estaría el drama en la decisión?), pero debido a que la situación de Will es insalvable, deciden probar el experimento. La cuestión es que funciona y la película relata las consecuencias de lo sucedido, manejándose por los lineamientos previsibles en lo que concierne a planteos éticos. No hay nada sorprendente porque la película parece confiar plenamente en el atractivo del concepto y todas las subtramas restan en lugar de sumar a la historia de Evelyn y Will. Difícil distinguir los giros o convicciones de los personajes de Paul Bettany, Morgan Freeman o Kate Mara, porque nunca cobran relieve en la narración o se ven sujetos a cambios bruscos que no llevan a ninguna parte. El caso de Bettany y su personaje de Max es una de las razones por las cuales uno se inclina a creer que el guión no tuvo una segunda lectura.
Por otro lado, mencionamos la terrible edición, una cuestión ineludible para entender el ritmo soso de la película. Los cortes de las secuencias son, prácticamente en todo el film, anticlimáticos. Esto, que suena abstracto, explica por qué muchos afirmarían que el cine es el montaje: las secuencias que permitirían un mayor aprovechamiento de los actores son cortadas bruscamente o se les interponen planos detalles que pretenden ser descriptivos cuando, en lugar de ello, terminan siendo disruptivos. No hay prácticamente un crescendo dramático porque la película atenta desde lo formal contra ello constantemente. Si encima lo que cuenta no resulta tan interesante, lo que tenemos es un film al que sólo lo puede levantar, precisamente, lo que más lo condena: el concepto, un ancla imposible de llevar para una película tan desprolija.
Irrelevante en cada uno de sus apartados, este primer esfuerzo de Pfister es un estreno al que no se le puede rescatar mucho más que algunos elementos de su idea. La forma en que está desarrollada es otra cosa y se encuentra lejos de resultar interesante.