Esta franquicia ya no está compuesta por películas sino por experimentos socioeconómicos o cognitivos.
Cada entrega intenta resolver la siguiente incógnita: ¿Cuánto puede aguantar el público? A partir de esta pregunta inicial, se contemplan otras. Por ejemplo: después de una extensa escena de acción, en la que varios personajes pueblan un escenario y vuelan por los aires, quizás dos o diez veces y en cámara lenta, ¿los espectadores aceptarán otra escena de acción, igual de caótica, inmediatamente después? Va otro interrogante: si, al principio de la película, se introducen varios protagonistas y antagonistas, y luego se los ignora completamente por dos horas para que recién reaparezcan en los últimos minutos, ¿alguien lo notará?
Además de abordar estas cuestiones, Transformers: El Último Caballero (Transformers: The Last Knight, 2017), la quinta entrega en la saga del director Michael Bay, también experimenta con los géneros cinematográficos. A través de un proceso alquímico, que describiremos más adelante, mezcla la explosiva fantaciencia ficción de los Transformers con la pseudoarqueología de Dan Brown, y el resultado es algo que podría haberse llamado El Código Optimus Prime. Nos volvemos a encontrar con Mark Wahlberg, que interpreta al inventor Cade Yeager, la mente (no tan) brillante detrás de un sinfín de aparatos y robots inútiles. Es el protagonista de esta (innecesaria) etapa renovada de la franquicia, que arrancó hace unos años con el cuarto episodio, Transformers: La Era de la Extinción (Transformers: Age of Extinction, 2014). También nos volvemos a encontrar con Stanley Tucci, que esta vez se pone el traje, no de un ambiguo empresario, como lo hizo anteriormente, sino del mago Merlín, en una decisión de casting que probablemente se llevó a cabo a la madrugada, con varias cervezas de por medio.
Resulta que Merlín, en esta versión libre del mito arturiano, obtuvo sus poderes gracias a una antigua secta de Transformers, quienes le regalaron al legendario embustero un cetro mágico que la secta le había robado a la hechicera Quintessa. Varios siglos después, esta hechicera se cruza con Optimus Prime, el Transformer más bueno del universo, en los restos del planeta Cybertron, de donde vienen los Transformers. El planeta está hecho pedazos y para reconstruirlo hay que extraer la fuerza vital de la Tierra. Una ambiciosa tarea que, sin embargo, no puede realizarse sin el cetro, que está sepultado en la tumba de Merlín, y la única que sabe su ubicación, aunque todavía no sabe que lo sabe, es la descendiente del mago, Viviane, profesora de Oxford, Cambridge y Hogwarts, doctorada en nadie sabe cuántas especialidades, aunque luce de veinte años. A todo eso, Mark Wahlberg, o Cade Yeager, se apropia del talismán del Rey Arturo, o mejor dicho es elegido por el talismán, y se encuentra con Viviane en Inglaterra tras la intervención de Anthony Hopkins, el Viejo Que Te Explica la Trama, y todos juntos sobreviven lo insobrevivible, aunque no todos sobreviven, y hacen lo posible para salvar a la humanidad. En el medio, Optimus Prime, el Transformer más bueno, se vuelve malo, pero no tarda en recuperar su bondad.
Este delirante periplo es interrumpido regularmente por enfrentamientos entre humanos y humanos, humanos y Transformers, Transformers y Transformers, el guión y el idioma inglés, la ilusión de movimiento y las ganas de escaparse de la sala. Nada importa salvo la encadenación de sucesos y la construcción de espectáculos visuales que hubieran funcionado mejor en un videojuego. Es que en los videojuegos hay tiempo para digerir la construcción de un mundo narrativo, porque el tiempo lo determina el jugador, que puede perder horas explorando cada rincón de la geografía virtual o desmenuzando los detalles incrustados en alguna armadura. Pero en este cine de montaje acelerado y ritmo incesante, todo es ráfaga y movimiento borroso, y no se aprecia lo único que la franquicia nos puede ofrecer: el descomunal laburo de diseño detrás de cada toma.
La saga Transformers es cine algorítmico. Reúne elementos según un programa de gestación de guiones. Se necesitan tantas explosiones por hora y lo que las vincula es un andamiaje improvisado. Hay momentos de gran plasticidad de cuerpos metálicos y humanos. Hay, sin quererlo, cierta conexión con el cine experimental. Hay escenas que alcanzan la abstracción, en las que Michael Bay se vuelve un Stan Brakhage digital. La película, su forma total, es como el “kippel” de la novela ¿Sueñan Los Androides con Ovejas Eléctricas? En este clásico del autor Philip K. Dick, se le dice “kippel” a los desechos, a la basura, a los objetos inútiles que se acumulan y se esparcen por las ciudades. Los Transformers, en muchos casos, son desperdicios, despojos. Autos olvidados en cines venidos a menos, ruinas sobre ruedas. También es basura cada parte de esta película, cada personaje, hilo narrativo, escena. Nada tiene razón de ser, entonces todo es una acumulación de cosas y la película es una gran cosa proyectada sobre una pantalla, y se multiplica y se expande en millones de salas alrededor del mundo. Una desbordante y distópica metáfora de la sobreproducción y sobreestimulación mediática de nuestros tiempos, que quizás no sea tan excesiva sino un nuevo paradigma, una nueva velocidad, un nuevo flujo cosístico que nuestros hijos o nietos considerarán anticuado. Transformers: El Último Caballero no está hecha para nosotros sino para los arqueólogos del futuro, que se frotarán las manos ante El Código Optimus Prime.