Últimos ensambles de una saga hecha pedazos
Larga, estrepitosa, confusa, cada nueva entrega de esta saga desarma aún más el austero encanto de la original. Otra vez Mark Wahlberg reemplaza a Shia LaBeouf y se suma Anthony Hopkins. Nuestra calificación: Mala.
Los niveles de fealdad a los que llega la saga Transformers en esta quinta entrega son directamente obscenos. Hay maneras elegantes de aspirar al barroquismo y la hipérbole, y un buen ejemplo es la segunda entrega de Matrix, que aún siendo aparatosa no dejaba de ser festiva. Pero Transformers 5: El último caballero se extravía en su fragor visual, se deja devorar por una burocrática megalomanía de blockbuster sin intentar, siquiera, inyectarle pasión a la historia. Los personajes no viven la aventura ni pueden ajustar la sintonía emocional de las escenas, carecen de control gestual ante el vapuleo de una edición epiléptica y un abuso de música incidental. Los actores tienen el mismo estatuto que cualquier otro recurso técnico y se aplica un primer plano del mismo modo que se agrega un disparo por computadora.
El veterano en megaproducciones Michael Bay (Armageddon, Pearl Harbor), se encargó de dirigir la saga completa de estos robots alienígenas y su extenuación ya es notoria, no logra encontrar nuevas ideas coreográficas para los combates y la sensación de déjà vu es permanente. El conflicto base, la enemistad entre autobots y decepticons, se desdibuja ante una intromisión de líneas narrativas bizarras que incluyen emperatrices intergalácticas, misiones militares secretas y hasta caballeros de la mesa redonda. Sí: hay una introducción que muestra cómo el Rey Arturo, con ayuda del mago Merlín, tuvo de aliado a los dinobots. Esta alianza se perpetúa con los siglos y, al mejor estilo Dan Brown, hace cómplices a todos los genios de la historia, Einstein incluido.
La necesidad de que los transformers sigan interesando deriva en el peor desatino conceptual de la saga: convertirlos en una pandilla graciosa. Ya no son artefactos gigantes y sofisticados que invaden la tierra, sino un grupo de borderlines matando el tiempo como skaters en una plaza. Michael Bay quiere darle a cada robot una psicología pintoresca, y así aparece un samurai, un enfermero, un punk, un mayordomo, cada uno resumido en un rasgo, a lo Power Ranger o Tortugas Ninja. Sin dudas, lo más kitsch que se hizo con la franquicia.
Otro de los caprichos que padecen estas películas es su duración: entre dos y tres horas. La experiencia puede resultar muy frustrante si se la ve en 3D. El esfuerzo ocular que se debe hacer con estos incómodos anteojos, más la incapacidad de reposo del montaje, más la longitud del filme, crea pasadas las dos horas un estado nauseabundo. Es extrañísimo que un artefacto tan desagradable como el 3D se haya impuesto en una de las actividades humanas que más nos enriquece: que nos cuenten una historia en la oscuridad.