Robots 1, humanos 0
Hay una paradoja y una contradicción que definen a toda la saga, pero sobre todo a esta recargada (en todo sentido) cuarta entrega de Transformers: la verosimilitud que consigue Michael Bay en cada segundo de batalla entre los inmensos robots creados con una orgía de efectos visuales gentileza de Industrial Light & Magic es inversamente proporcional a la (nula) credibilidad y rigor que obtiene cuando un actor de carne y hueso aparece en pantalla y suelta algún diálogo. Así, el principal logro de Michael Bay es que el "alma" de su película reside en esos gigantes de acero creados digitalmente, mientras que su desgracia artística es que los humanos resultan siempre? artificiales.
En la más cara (210 millones de dólares de presupuesto), más larga (165 minutos) y menos lograda de las cuatro entregas hasta la fecha, Bay inicia una nueva trilogía, ya sin Shia LaBeouf como protagonista y con Mark Wahlberg en el papel de Cade Yeager, un inventor texano acuciado por las deudas que ha quedado a cargo de Tessa, su atractiva hija de 17 años (Nicola Peltz), tras la muerte de su esposa. Ellos dos (y el carilindo novio de la adolescente que interpreta Jack Reynor) se sumarán a los Autobots que lidera el carismático Optimus Prime en una nueva carrera por la subsistencia.
Esta vez la batalla no se reduce a un enfrentamiento entre los Autobots y los Decepticons, sino que tiene también a unos sádicos agentes de la CIA manejados por Kelsey Grammer, que se dedican a aniquilar mediante operaciones encubiertas a los queribles Autobots. Cuentan con la ayuda de Joshua Joyce (Stanley Tucci), un millonario experto en desarrollo tecnológico que utiliza el ADN del decapitado Megatron (visto en los films previos) para desarrollar una nueva "raza" de depredadores al servicio de los humanos.
Si bien Bay nunca se preocupó demasiado por la coherencia de sus relatos, en el caso de La era de la extinción llama la atención la acumulación de arbitrariedades y caprichos en una trama que se alarga a partir de múltiples derivaciones que no tienen demasiado sentido ni justificación.
Ni siquiera los críticos que adhieren al denominado vulgar auteurism, una reivindicación de los "autores vulgares" que tiene a Bay como uno de sus estandartes, han podido rescatar un film que es, antes que nada, una excelente jugada de marketing: desde la venta del merchandising (a los juguetes de Hasbro que originaron la franquicia se suman ahora los Dinobots, que parecen surgidos de la saga de Jurassic Park) hasta la expansión al mercado chino (el film ya es el más visto de la historia en ese país y supera en ingresos a lo recaudado en los Estados Unidos).
Para eso, Bay y su equipo decidieron ambientar la última media hora del film en China (especialmente en Hong Kong) con la presencia de un par de personajes "atractivos" de ese origen y sin que aparezca allí ningún malvado que entorpezca el plan de seducción hacia el masivo público de la nueva meca del cine.
Ya no están Megan Fox ni Rosie Huntington-Whiteley, pero Bay -al que poco parecen importarle sus intérpretes- se obsesiona a pura perversión con filmar las piernas de la rubia Peltz, mientras se regodea también con su habitual misoginia y con el machismo del padre sobreprotector de Wahlberg. Llena de desniveles narrativos y resoluciones ridículas, La era de la extinción apela siempre a una fuga hacia adelante. Todo aquí es más grande, más largo, más ruidoso, más espectacular. Así, entre tantos estímulos adrenalínicos y testosterónicos, poco importa la credibilidad o la empatía. El impacto antes que la emoción.